representacion del Fusilamiento de Jose Miguel Carrera,
Últimos momentos del general don José Miguel Carrera, referidos por el mismo eclesiástico doctor don Benito Lamas
Me tocó la suerte también de acompañar al general don José Miguel Carrera al suplicio. El ejército al mando de don Albino Gutiérrez, salió de Mendoza en busca del de Carrera. No partió en la confianza que el que llevó al combate el desgraciado Morón, y en el temor del éxito de su empresa buscó en la religión incentivos y esperanzas. Las imágenes salieron en procesión por la plaza con las comunidades eclesiásticas, en las iglesias se hicieron ardientes rogativas, y al dejar las divisiones el pueblo, los que conducían las andas de los santos las indinaron hacia la trepa, queriendo significar que ellos les daban su bendición. Tuvo lugar poco después la batalla del Médano. El 30 de Agosto (1818), se hundieron para siempre en el campo las esperanzas de Carrera. Fugitivo y entregado algunas horas después por Arias, Moya, Fuentes, Incháusti y otros oficiales y soldados del mismo Carrera, fué traído a Mendoza con los oficiales y soldados que habían permanecido fieles, a su suerte. El gobierno tomó muchas precauciones para que no fueran insultados por el pueblo, en el que había muchos parientes del finado general Morón, como lo había sido el coronel Benavente, amigo y compañero de Carrera. Benavente, a pesar de la numerosa escolta que lo acompañaba, fué asaltado por las vociferaciones más violentas. Una mujer, pariente-de uno de los mendocinos que había muerto peleando contra Carrera, penetró a la fila y le dió una bofetada diciéndole:—Esta otra mano la guardo para Carrera.— Benavente le lanzó una mirada de indignación. Al entrar a la cárcel, otros amigos de Morón le asieron por los cabellos y le dieron algunos tirones.
Carrera fué encerrado en un calabozo de la cárcel. El ejército que lo había vencido en el Médano, forma do en la plaza, pidió a gritos su muerte. El 4 dé Septiembre un consejo de guerra lo sentenció a ella. El 5 por -la mañana se la notificaron anunciándole, que en cuanto se confesase sería pasado por las armas. Yo fui nombrado para auxiliarlo en su última hora.
Entré en el calabozo y lo hallé escribiendo. El oficial que mandaba la escolta era aquel célebre pardo Barcala, que llegó a coronel, y que fué fusilado en el mismo lugar Carrera en 1834. Según la orden que recibió, le quitó el tintero y el papel en que escribía, para que no perdiera momentos que eran muy preciosos. Carrera cedió con resignación y me suplicó que concluyera la carta. Era dirigida a don Francisco Martínez Matta y comenzaba poco más o menos así:
«El 31 de Agosto dí una batalla en el Médano y fui completamente vencido. Entregado por algunos de mis propios oficiales, me van a fusilar en este mismo momento.. La letra estaba frazada con pulso firme—Agregue más, me dijo, que le recomiendo a Martínez mi mujer, y que mis hijos sean enviados al colegio de ... (me nombró una ciudad de Estados Unidos) para que sean educados. — Le prometí hacerlo, pero el oficial se llevó la carta, que nunca volvió a mi poder, y no me fué posible, en consecuencia, cumplir mi promesa.
Se retiró el oficial con la carta comenzada, y Carrera empezó a quejarse de la injusticia de sus –enemigos O’Higgins, San Martín, Luzuriaga; yo le dije-que no era tiempo de eso, y procuré traerlo al camino de la religión y del arrepentimiento, como era de mi deber. He aquí, poco más o menos, el diálogo que sostuvimos:
Yo.—Nó, usted no es inocente corno dice, sino muy culpado. Voy a demostrárselo a usted. No dudo que usted reconocerá la verdad de nuestra religión, la santidad de su autor, de quien el mismo Rousseau ha dicho que su evangelio era demasiado divino para ser obra de un hombre. La oración del Padre nuestro es una de las más bellas oraciones de ese evangelio. ¿No dice él perdónanos, Señor, nuestras deudas, como nos otos perdonamos a nuestros deudores? Perdone usted, pues, para que Dios le perdone los infinitos males que usted a cometido. Permanezca usted un breve momento en una dolorosa contemplación de sus culpas y tendrá usted mi absolución; mire usted que los momentos son preciosos; cada uno que pasa lleva consigo un siglo de gloria. Así lo hizo Carrera, y acabado este acto, le invité para que marchase con recogimiento cristiano al suplicio, y que al sentarse en el banquillo pidiese perdón al pueblo de Mendoza por los daños que le había causado. Así me lo prometió y seguimos pocos instantes después al oficial que vino a anunciar que era tiempo de marchar . -¿Y cómo se va a esta ceremonia?—me preguntó— ¿Con el sombrero puesto o quitado?
—Con el sombrero quitado le dije, porque se debe reverencia este crucifijo que lleva usted en la mano, imagen de su Dios.
Entónces se lo quitó con unos guantes y suplicó que se lo entregasen, como una memoria, a su buen amigo el coronel Benavente, que estaba preso en la misma cárcel. Entraron en ese momento los RR. PP. mercedarios y le pusieron el escapulario de su orden. Llegamos al umbral de la cárcel. Había que bajar unos escalones y yo le ofrecí mi brazo.
—No, me dijo, dirían que tengo miedo.
Y a pesar de los gruesos. grillos que le oprimían los pies, de un salto los salvó, que yo que tenía desembarazados los míos no me habría atrevido a darlos. Si hubiéramos marchado directamente al sitio de la ejecución, el tránsito habría sido de pocos pasos; pero sin duda, con el objeto de que Carrera recorriese el cuadro, hicimos un rodeo. Durante él caminaba Carrera con la vista alta y mirando con desdeñosa sonrisa las tropas que estaban formadas. Me acerqué a él le recordé que ése no era el modo de la contrición cristiana, que fijase la vista en el crucifijo.
—Padre, contestó, no se canse usted, no me ha de hacer abandonar mis principios
No, quise, en consecuencia, hacerle más observaciones sobre este punto; pero no había pasado minuto, cuando uno de los PP. mercedarios le la comitiva, salió de entre sus compañeros y le dijo:
—Hermano mío, clave usted los ojos en la imagen de Nuestro Señor Jesucristo.—¡Qué padre tan afligido! le replicó Carrera,—y el mercedario se retiró con la cara ardiendo. Cuando avistamos los banquillos, un joven soldado, que estaba acusado de haber sido el que mató al general Morón y que, a la par que el coronel Álvarez, era Vecino de Córdoba, que había encabezado una insurrección en el Fraile Muerto en favor de Carrera, debía ser fusilado con éste, no pudo resistir este espectáculo y se desmayó. Entonces Carrera dijo:
¡Que muchacho! tan valiente en la guerra y se desmaya ante la sombra de la muerte.
En la guerra le contesté, el que combate está libre y no engrillado como ese pobre joven, tiene la esperanza de vencer y no la horrible realidad de una muerte infalible. Llegado al banquillo, Carrera se opuso a que le vendaran los ojos y pidió mandar él- la ejecución. Nada de esto se le concedió. Entonces se quitó y dobló un - rico poncho que llevaba puesto; y se limpió de las mangas de la chaqueta algunas ligeras motas de pelusa. Se acercó el alguacil corno pidiéndole el poncho, y Carrera le dijo:
—No, lo destino para el de mi suegra, quien me harán el favor de entregarlo.- Se sentó en el banquillo, y en vez de demandar perdón al pueblo de Mendoza, como yo se lo había aconsejado, dijo en altísima: ¡Muero por la libertad de la América!.
Me retiraba yo de su lado cuando me llamó para entregarme su reloj y un nudo de su pelo para que se remitiese a su esposa como una memoria suya. Mal me había separado de él, cuando la escolta descargó sus armas sobre Carrera; corriendo yo gran riesgo de ser herido por las balas que iban dirigidas a él y a sus dos compañeros. Cayó sin vida y el doctor don Clemente Godoy, que estaba a su lado, me dijo:
—Ha muerto como un filósofo.
Carrera fué sepultado, según creo, en el pórtico de la iglesia de la Caridad o allí inmediato, en el mismo sepulcro de sus dos hermanos, cuyos cadáveres se encontraron enteros a pesar de los años que habían transcurrido, lo que se atribuyó a la humedad del sitio.
Preguntado por el que redacta esta memoria si era cierto, como dice el señor Yates en su diario impreso en el apéndice a la obra inglesa cuyo titulo es: Journal of a Residence in Chile by Mary Graham, London, 1824, si era cierto que a don José Miguel Carrera le cortaron, después de ejecutado, la cabeza y la mano derecha, me contestó que no había oído nunca semejante cosa, a pesar de haber acompañado, al suplicio al general, residir en Mendoza y haber predicado el sermón de gracias por la victoria de Mendoza contra él ; así como la oración - fúnebre del general Morón.
Tanto la relación de los últimos momentos de don José Miguel, como la de los de don Luis y don Juan José Carrera, que me ha leído don José Rivera Indarte están conformes con la conversación que ha tenido conmigo sobre estos asuntos, según mis recuerdos y mi conciencia.
Montevideo, 3 de Febrero de 1845.
José Benito Lamas.
(Documento publicado por Diego Barros Arana)
representacion del Fusilamiento de Jose Miguel Carrera,
Últimos momentos del general don José Miguel Carrera, referidos por el mismo eclesiástico doctor don Benito Lamas
Me tocó la suerte también de acompañar al general don José Miguel Carrera al suplicio. El ejército al mando de don Albino Gutiérrez, salió de Mendoza en busca del de Carrera. No partió en la confianza que el que llevó al combate el desgraciado Morón, y en el temor del éxito de su empresa buscó en la religión incentivos y esperanzas. Las imágenes salieron en procesión por la plaza con las comunidades eclesiásticas, en las iglesias se hicieron ardientes rogativas, y al dejar las divisiones el pueblo, los que conducían las andas de los santos las indinaron hacia la trepa, queriendo significar que ellos les daban su bendición. Tuvo lugar poco después la batalla del Médano. El 30 de Agosto (1818), se hundieron para siempre en el campo las esperanzas de Carrera. Fugitivo y entregado algunas horas después por Arias, Moya, Fuentes, Incháusti y otros oficiales y soldados del mismo Carrera, fué traído a Mendoza con los oficiales y soldados que habían permanecido fieles, a su suerte. El gobierno tomó muchas precauciones para que no fueran insultados por el pueblo, en el que había muchos parientes del finado general Morón, como lo había sido el coronel Benavente, amigo y compañero de Carrera. Benavente, a pesar de la numerosa escolta que lo acompañaba, fué asaltado por las vociferaciones más violentas. Una mujer, pariente-de uno de los mendocinos que había muerto peleando contra Carrera, penetró a la fila y le dió una bofetada diciéndole:—Esta otra mano la guardo para Carrera.— Benavente le lanzó una mirada de indignación. Al entrar a la cárcel, otros amigos de Morón le asieron por los cabellos y le dieron algunos tirones.
Carrera fué encerrado en un calabozo de la cárcel. El ejército que lo había vencido en el Médano, forma do en la plaza, pidió a gritos su muerte. El 4 dé Septiembre un consejo de guerra lo sentenció a ella. El 5 por -la mañana se la notificaron anunciándole, que en cuanto se confesase sería pasado por las armas. Yo fui nombrado para auxiliarlo en su última hora.
Entré en el calabozo y lo hallé escribiendo. El oficial que mandaba la escolta era aquel célebre pardo Barcala, que llegó a coronel, y que fué fusilado en el mismo lugar Carrera en 1834. Según la orden que recibió, le quitó el tintero y el papel en que escribía, para que no perdiera momentos que eran muy preciosos. Carrera cedió con resignación y me suplicó que concluyera la carta. Era dirigida a don Francisco Martínez Matta y comenzaba poco más o menos así:
«El 31 de Agosto dí una batalla en el Médano y fui completamente vencido. Entregado por algunos de mis propios oficiales, me van a fusilar en este mismo momento.. La letra estaba frazada con pulso firme—Agregue más, me dijo, que le recomiendo a Martínez mi mujer, y que mis hijos sean enviados al colegio de ... (me nombró una ciudad de Estados Unidos) para que sean educados. — Le prometí hacerlo, pero el oficial se llevó la carta, que nunca volvió a mi poder, y no me fué posible, en consecuencia, cumplir mi promesa.
Se retiró el oficial con la carta comenzada, y Carrera empezó a quejarse de la injusticia de sus –enemigos O’Higgins, San Martín, Luzuriaga; yo le dije-que no era tiempo de eso, y procuré traerlo al camino de la religión y del arrepentimiento, como era de mi deber. He aquí, poco más o menos, el diálogo que sostuvimos:
Yo.—Nó, usted no es inocente corno dice, sino muy culpado. Voy a demostrárselo a usted. No dudo que usted reconocerá la verdad de nuestra religión, la santidad de su autor, de quien el mismo Rousseau ha dicho que su evangelio era demasiado divino para ser obra de un hombre. La oración del Padre nuestro es una de las más bellas oraciones de ese evangelio. ¿No dice él perdónanos, Señor, nuestras deudas, como nos otos perdonamos a nuestros deudores? Perdone usted, pues, para que Dios le perdone los infinitos males que usted a cometido. Permanezca usted un breve momento en una dolorosa contemplación de sus culpas y tendrá usted mi absolución; mire usted que los momentos son preciosos; cada uno que pasa lleva consigo un siglo de gloria. Así lo hizo Carrera, y acabado este acto, le invité para que marchase con recogimiento cristiano al suplicio, y que al sentarse en el banquillo pidiese perdón al pueblo de Mendoza por los daños que le había causado. Así me lo prometió y seguimos pocos instantes después al oficial que vino a anunciar que era tiempo de marchar . -¿Y cómo se va a esta ceremonia?—me preguntó— ¿Con el sombrero puesto o quitado?
—Con el sombrero quitado le dije, porque se debe reverencia este crucifijo que lleva usted en la mano, imagen de su Dios.
Entónces se lo quitó con unos guantes y suplicó que se lo entregasen, como una memoria, a su buen amigo el coronel Benavente, que estaba preso en la misma cárcel. Entraron en ese momento los RR. PP. mercedarios y le pusieron el escapulario de su orden. Llegamos al umbral de la cárcel. Había que bajar unos escalones y yo le ofrecí mi brazo.
—No, me dijo, dirían que tengo miedo.
Y a pesar de los gruesos. grillos que le oprimían los pies, de un salto los salvó, que yo que tenía desembarazados los míos no me habría atrevido a darlos. Si hubiéramos marchado directamente al sitio de la ejecución, el tránsito habría sido de pocos pasos; pero sin duda, con el objeto de que Carrera recorriese el cuadro, hicimos un rodeo. Durante él caminaba Carrera con la vista alta y mirando con desdeñosa sonrisa las tropas que estaban formadas. Me acerqué a él le recordé que ése no era el modo de la contrición cristiana, que fijase la vista en el crucifijo.
—Padre, contestó, no se canse usted, no me ha de hacer abandonar mis principios
No, quise, en consecuencia, hacerle más observaciones sobre este punto; pero no había pasado minuto, cuando uno de los PP. mercedarios le la comitiva, salió de entre sus compañeros y le dijo:
—Hermano mío, clave usted los ojos en la imagen de Nuestro Señor Jesucristo.—¡Qué padre tan afligido! le replicó Carrera,—y el mercedario se retiró con la cara ardiendo. Cuando avistamos los banquillos, un joven soldado, que estaba acusado de haber sido el que mató al general Morón y que, a la par que el coronel Álvarez, era Vecino de Córdoba, que había encabezado una insurrección en el Fraile Muerto en favor de Carrera, debía ser fusilado con éste, no pudo resistir este espectáculo y se desmayó. Entonces Carrera dijo:
¡Que muchacho! tan valiente en la guerra y se desmaya ante la sombra de la muerte.
En la guerra le contesté, el que combate está libre y no engrillado como ese pobre joven, tiene la esperanza de vencer y no la horrible realidad de una muerte infalible. Llegado al banquillo, Carrera se opuso a que le vendaran los ojos y pidió mandar él- la ejecución. Nada de esto se le concedió. Entonces se quitó y dobló un - rico poncho que llevaba puesto; y se limpió de las mangas de la chaqueta algunas ligeras motas de pelusa. Se acercó el alguacil corno pidiéndole el poncho, y Carrera le dijo:
—No, lo destino para el de mi suegra, quien me harán el favor de entregarlo.- Se sentó en el banquillo, y en vez de demandar perdón al pueblo de Mendoza, como yo se lo había aconsejado, dijo en altísima: ¡Muero por la libertad de la América!.
Me retiraba yo de su lado cuando me llamó para entregarme su reloj y un nudo de su pelo para que se remitiese a su esposa como una memoria suya. Mal me había separado de él, cuando la escolta descargó sus armas sobre Carrera; corriendo yo gran riesgo de ser herido por las balas que iban dirigidas a él y a sus dos compañeros. Cayó sin vida y el doctor don Clemente Godoy, que estaba a su lado, me dijo:
—Ha muerto como un filósofo.
Carrera fué sepultado, según creo, en el pórtico de la iglesia de la Caridad o allí inmediato, en el mismo sepulcro de sus dos hermanos, cuyos cadáveres se encontraron enteros a pesar de los años que habían transcurrido, lo que se atribuyó a la humedad del sitio.
Preguntado por el que redacta esta memoria si era cierto, como dice el señor Yates en su diario impreso en el apéndice a la obra inglesa cuyo titulo es: Journal of a Residence in Chile by Mary Graham, London, 1824, si era cierto que a don José Miguel Carrera le cortaron, después de ejecutado, la cabeza y la mano derecha, me contestó que no había oído nunca semejante cosa, a pesar de haber acompañado, al suplicio al general, residir en Mendoza y haber predicado el sermón de gracias por la victoria de Mendoza contra él ; así como la oración - fúnebre del general Morón.
Tanto la relación de los últimos momentos de don José Miguel, como la de los de don Luis y don Juan José Carrera, que me ha leído don José Rivera Indarte están conformes con la conversación que ha tenido conmigo sobre estos asuntos, según mis recuerdos y mi conciencia.
Montevideo, 3 de Febrero de 1845.
José Benito Lamas.
(Documento publicado por Diego Barros Arana)