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8.9.2011 - 20hs / SUSPIRAL / GRONDONA - LAGUNA / MARIA CASADO home gallery

 

De oscilaciones y follajes

Sobre algunas obras de Fernanda Laguna y

Vicente Grondona

 

Por Rafael Cippolini

 

No me acuerdo ahora si la primera exhibición individual de Fernanda Laguna fue la de 1994, en el Centro Rojas. Pero no me caben dudas que aquella muestra fue toda una declaración de principios. Pinturas de pequeño formato que formaban una suerte de antología de preferencias personalísimas, desde un primer plano de Luis Miguel a otra recreación del cuento de los tres chanchitos. Al año siguiente ya incursionaba en una suerte de geometría sensible a la que volvería años más tarde, que en su factura reforzaba la misma cualidad intimista, al modo de notas al pie o ilustraciones de su autobiografía. No es menos cierto, estaba aún más cerca de las instalaciones con fetos de peluche de su época de estudiante en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón que de la creadora de un espacio tan festejado como Belleza y Felicidad (tanto, que si bien dejó de existir hace años, el nuevo comercio que funciona en su lugar y que nada tiene en común con el ramo, prefiere conservar la vieja inscripción con su nombre). Insisto en la diferencia: a partir de 1999, luego de inaugurada la regalería de Acuña de Figueroa y Guardia Vieja, la obra de Fernanda Laguna fue mucho más que un conjunto de pinturas u objetos. Fue una actitud, un modus operandi y, complementariamente, la puesta en órbita de un personaje: ella misma. La irrupción de Belleza y Felicidad resignificó en mucho toda su producción anterior. Hoy, a pronto de comenzar la primavera porteña de 2011, Fernanda Laguna es –y desde hace bastante rato- una marca de estilo, dentro de la cual sus piezas pictóricas podrían ser sólo un complemento (y no dudo que para buena parte de sus admiradores así lo sean). Sin embargo, las obras que María Casado presenta en esta oportunidad inmediatamente me remiten a aquellas tempranas exposiciones, al desprejuicio y alegría de sus cuadros, de sus afectos estéticos. Me invitan a dejar entre paréntesis a su personaje público y volver a acceder a esa zona más resguardada que jamás abandonó, ese mismo espacio que en su primera muestra de la década pasada también en el Rojas coronó con la siguiente inscripción manuscrita “Esto es lo mejor que puedo hacer en este momento”.

 

Siluetas oscilantes, fondos terrosos, incisiones, triángulos, lágrimas y círculos rosados que las revolotean como moscardones geométricos. Exhibidas en conjunto nos provocan la idea de viñetas sueltas de una misma narración. Sombras a veces humanas, caricaturescas (en algún punto intermedio entre los muñecotes dibujados por Kafka y los antiguos negritos de las propagandas de caramelos Sugus), donde también adivino (¿será pura sugestión?) la peculiar informidad de ciertas anatomías gomosas de Tarsilia Do Amaral aunque con una paleta más cercana a Policastro (ahora que lo recuerdo, también de los Ferrero Rocher que tan cuidadosamente convidó en su temprana exposición) .

 

Fernanda Laguna comparte con otros artistas vinculados al Centro Rojas su afición a capturar amorosamente momentos clásicos de la tradición moderna (incluso aquellos que los menos informados confunden con los apetitos kitsch) y devolverlos en absoluta acronía. No tengo más que mencionar a inigualables estilistas como Alfredo Londaibere o Benito Laren.

 

Y es esta misma actitud que lateraliza los efectos y mandatos del tiempo la que la enlaza con las propuestas de Vicente Grondona, a quien conocimos precisamente en Belleza y Felicidad y que, acercándose a la morfología de las pinturas de Laguna, las dispara en una dirección diferente.

 

Grondona suele firmar sus cuadros como Vicent (en verdad no sé si todavía sigue haciéndolo), duplicando la firma de su tocayo Van Gogh. Y no encuentro ironía en su gesto, al contrario. Es una forma de disolverse en un universo de formas que lo antecede y a las que se suma sin necesidad de enfatizar el comentario. La suya no es metapintura, no propone directamente o indirectamente un acertijo a los discursos del arte, sino que los retoma desde otro escorzo.

 

Si la memoria no me juega bromas, las primeras obras suyas que recuerdo eran dibujos realizados con birome. Minuciosos, lacónicos, extrañamente hippies (¿acaso los impresionistas nos adherían a una suerte de hipismo fuera de época?). También estaban esas telas tan batik y las tallas (adicto a las maderas quemadas, supo mostrar toda una biblioteca calcinada en forma de escultura).

Grondona supo medrar en la Estación Alógena del brujo NáKhar-Elliff-cé, lo cual no constituye en absoluto un dato menor. No es sólo un “dejo alquímico” que fluctúa en sus retratos que también son follaje, en paisajes habitados por pneumas (soplos), siempre visiones, apariciones, revelaciones. En un viejo reportaje tengo bastante presente sus comentarios sobre la importancia que el artista adjudicaba a estas influencias.

 

Las telas de Vicente Grondona, como las de Lux Lindner, siempre son dibujos pintados, pero a diferencia de las del autor de La Teoría de la Madre, las de nuestro creador invariablemente ponen en escena la obsesión de quien padece al horror vacui. Las líneas pueblan la superficie hasta agotarla, y es esta superpoblación de líneas el ambiente propicio para que, como sucede en Arcimboldo, el paisaje se transforme en rostro y viceversa. En todos los casos, el desborde vegetal y facial se las arregla para focalizar dentro de las directivas ortogonales del bastidor: el espacio de la tela manda.

 

No puedo despegarme de la fotografía de Rosana Schoijett que muestra a Grondona de espaldas en su taller de La Boca, frente a su tela, suspendido en el aire. El espectador no sabe que en realidad su levitación no es otra cosa que el instante posterior a un cabezazo: ausente la pelota, el resto es ni más ni menos que misterio.

Nunca un misterio menor.

 

Unas líneas más arriba utilicé una palabra, acronía. Estoy convencido que constituye la mejor clave para acercarnos a las obras de Laguna y Grondona. Es bastante más que un común denominador.

Acrónicos, al fin de cuentas, es un adjetivo que señala a los versados en algo tan tradicional como tenderle trampas a Crono, el dios del tiempo.

 

Ni siquiera es necesario especializarse en autores ancianos como Hesíodo o Píndaro, ya que los ejemplos más cercanos sobran: simplemente recordemos un relato como Deutsches Requiem de Borges, o la película Groundhog Day (El día de la marmota), en la cual el meteorólogo Phil Connors (interpretado por Bill Murray) se las ingeniaba para cambiar definitivamente el curso de los acontecimientos, aunque eso le costara morir varias veces y enfrentarse una y otra vez con sus mismos errores.

 

No dejo de preguntarme por la paradoja de cómo dos obras a su modo tan cercanas a las biografías de los artistas resultan tan atemporales.

¿Será que anclan más en sus propios mitos que en sus biográficas cronologías?

Ya sé, estoy exagerando.

Al fin y al cabo, la exageración es un recurso como cualquier otro.

 

Almagro, setiembre de 2011

 

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Uploaded on September 8, 2011
Taken on September 8, 2011