RAINBOW MOUNTAIN

 

 

A las cinco de la mañana, Lucía se despertó en Cusipata con el corazón latiendo más rápido que de costumbre. No era por el frío ni por la altitud, sino por la emoción de cumplir un sueño largamente postergado: conocer la Montaña de Colores. Había visto cientos de fotos, leído blogs, escuchado relatos, pero nada la había preparado para lo que viviría ese día.

 

El camino comenzó suave, con el sol apenas asomando entre las montañas. El aire era puro, pero escaso. Cada paso se sentía más pesado que el anterior. Lucía, acostumbrada a la vida urbana, se preguntaba si su cuerpo aguantaría. A su alrededor, otros viajeros también jadeaban, algunos se detenían, otros seguían con determinación. Ella se aferró a una idea: “Cada paso me acerca a algo que nunca olvidaré”.

 

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La caminata se volvió más exigente a medida que ascendía. El viento golpeaba con fuerza, y el frío se colaba por cada rendija de su ropa. Pero entonces, entre el cansancio y la duda, apareció un pastor con su alpaca. Le sonrió y le dijo en quechua algo que no entendió, pero que sintió: “Estás cerca”.

 

Y lo estaba.

 

Al llegar a la cima, Lucía se detuvo. No por agotamiento, sino por asombro. Frente a ella, la Montaña de Colores se desplegaba como una pintura viva: rojos, verdes, amarillos, violetas. Cada franja parecía contar una historia geológica milenaria. Pero lo que más la conmovió fue mirar al horizonte y ver al Ausangate, majestuoso, silencioso, protector. La nieve en su cima brillaba como si el sol lo saludara directamente.

 

Lucía se sentó en una roca, cerró los ojos y respiró profundo. El aire frío llenó sus pulmones, pero también su alma. Recordó por qué había venido: para reconectar, para sentir, para entender que hay lugares que no se explican, solo se viven.

 

Sacó su cuaderno y escribió: “Estoy aquí. Estoy viva. Estoy agradecida”.

 

Pasó casi una hora contemplando el paisaje, compartiendo miradas cómplices con otros viajeros que también habían llegado. Nadie hablaba mucho. No hacía falta. El silencio era parte del ritual.

 

Al descender, el cansancio seguía ahí, pero algo había cambiado. Lucía ya no caminaba con esfuerzo, sino con gratitud. Cada paso era una despedida suave de un lugar que le había enseñado que la belleza requiere esfuerzo, pero también entrega.

 

Esa noche, en su hospedaje, volvió a mirar las fotos que había tomado. Ninguna capturaba lo que sintió. Y eso le pareció perfecto. Porque hay vivencias que no se guardan en píxeles, sino en el corazón.

 

 

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Uploaded on September 16, 2025