Manuel Angel Carmona
La Máscara Veneciana
Después del intenso día de compras, me despedí de Ana hasta la noche. Si queríamos estar radiantes para la fiesta de carnaval tendríamos que dormir una buena siesta y pasar por chapa y pintura.
Ana, caprichosa como siempre, había insistido en comprarse aquella "mascara veneciana" que tanta grima me había dado colgada en aquel anticuario del callejón.
Llegó la hora de la quedada y tras un tiempo más que generoso de espera, Gabriela, Valentina, los chicos y yo misma, decidimos arrancar sin esperarla. Seguro que nos encontraríamos por las calles o tal vez en la fiesta que Marco daba en su maravilloso Palazzo del siglo XVII.
Ana no llegó a encontrarse con nosotros en toda la noche. En el hotel no supieron decirnos si había salido esa noche, pero desde luego en su habitación no había dormido.
Preocupados hasta el extremo, el grupo se dispersó por la laberíntica ciudad dispuestos a peinarla hasta el último rincón.
Ya estaba dispuesta a tirar la toalla cuando me encontré como en un "déjà vu" en el claustrofóbico callejón del anticuario. De pronto un miedo irracional se apoderó de mí y sentí mis piernas flaquear.
La maldita mascara veneciana estaba colgada en el mismo lugar de donde el viejo anticuario, con sus huesudas y menudas manos, la había descolgado la tarde anterior.
La Máscara Veneciana
Después del intenso día de compras, me despedí de Ana hasta la noche. Si queríamos estar radiantes para la fiesta de carnaval tendríamos que dormir una buena siesta y pasar por chapa y pintura.
Ana, caprichosa como siempre, había insistido en comprarse aquella "mascara veneciana" que tanta grima me había dado colgada en aquel anticuario del callejón.
Llegó la hora de la quedada y tras un tiempo más que generoso de espera, Gabriela, Valentina, los chicos y yo misma, decidimos arrancar sin esperarla. Seguro que nos encontraríamos por las calles o tal vez en la fiesta que Marco daba en su maravilloso Palazzo del siglo XVII.
Ana no llegó a encontrarse con nosotros en toda la noche. En el hotel no supieron decirnos si había salido esa noche, pero desde luego en su habitación no había dormido.
Preocupados hasta el extremo, el grupo se dispersó por la laberíntica ciudad dispuestos a peinarla hasta el último rincón.
Ya estaba dispuesta a tirar la toalla cuando me encontré como en un "déjà vu" en el claustrofóbico callejón del anticuario. De pronto un miedo irracional se apoderó de mí y sentí mis piernas flaquear.
La maldita mascara veneciana estaba colgada en el mismo lugar de donde el viejo anticuario, con sus huesudas y menudas manos, la había descolgado la tarde anterior.