El Cristo de la Clemencia de Juan Martínez Montañés
La imagen nos muestra una escultura exenta y policromada que representa a Jesucristo clavado en la cruz. Se trata de una imagen de temática religiosa, destinada a la devoción.
El material con la que está realizada la obra es la madera. Probablemente el artista modeló primero la escultura en barro o yeso y después la realizó en madera con la técnica de la talla, esto es trabajando la madera con el formón, la gubia y otros instrumentos. En obras como ésta, caracterizada por la corrección anatómica, hay que pensar que el artista recurrió al modelo vivo, esto es a una persona que posó para el escultor.
El artista se esmeró en el acabado, produciendo una impresión de cierta tersura. También trabajó con minuciosidad el plegado del paño de pureza, que demuestran un estudio concienzudo. Por último, la barba y la cabellera revelan, igualmente, muchas horas de talla. La cabellera aparece retenida en la corona de espinas, salvo algunos tirabuzones que resaltan la inclinación de la cabeza. La barba aparece hendida y muy cuidada, rasgo poco explicable si se tienen en cuenta los padecimientos que Cristo sufrió desde su prendimiento, pero que cuadra bien con la ausencia de dramatismo que presenta la escultura que analizamos.
Por último la imagen se cubrió con una capa de yeso y se policromó, parece que con óleo. Los pigmentos están aplicados con matizaciones, sugiriendo volúmenes y texturas. Era frecuente en la escultura devocional que la policromía se encargara a otro artista, conocido como «el encarnador» y que solía ser un pintor. Este colaborador, además de colorear, pintaba las heridas y añadía algunos apliques. En el caso de esta escultura, la corona de espinas parece natural, esto es, realizada con zarzas o alguna especie similar y añadida a la pieza que estudiamos.
El escultor presenta a Cristo como un hombre esbelto, delgado y vigoroso. La imagen inclina su rostro hacia el hombro derecho, pero no se trata de un gesto de desfallecimiento, pues los ojos están abiertos y la cabeza permanece erguida sobre el cuello, no apoyada sobre el pecho. La piel está policromada en un tono natural, alejado del tono macilento de otros crucificados. Por otra parte sólo se aprecian rastros de sangre en las heridas de las manos y de los pies, así como en la que se derrama por el rostro y el pecho desde la corona de espinas. Igualmente, no se muestran latigazos o verdugones. Una vez más, nos encontramos con la evidencia de que el artista ha rehuido expresar el sufrimiento.
La cruz aparenta estar realizada con unos maderos delgados y rugosos. El artista ha incorporado el títulus crucis o rótulo (en tres idiomas), presenta a Cristo con una amplia corona de espinas a modo de casquete y cubre sus vergüenzas con un elaborado perizoma o paño de pureza. Esta vestidura describe un amplio óvalo, se recoge con un gran nudo hacia su lado derecho y se desarrolla mediante numerosos pliegues.
Jesús ha sido crucificado con cuatro clavos (dos en las manos y dos en los pies). Un pormenor inusual se encuentra en que la pierna derecha se cruza sobre la izquierda, para acabar presentando los pies casi en paralelo, dejando bien visibles ambos clavos.
La anatomía de la imagen está trazada de manera naturalista, bien que con cierta idealización. Se ha seguido un canon claramente alargado. La musculatura está bien conseguida, pero se halla poco marcada, indicándose por los realces de la policromía y el suave claroscuro. No se aprecian signos evidentes de tensión o esfuerzo, más allá de los que requiere la propia composición, en los brazos y en las piernas.
En cuanto a la impresión de movimiento, la imagen se muestra es una postura aparentemente reposada, en la que se han atenuado todos los signos del drama. Sin embargo, no se puede calificar a la pieza de estática, pues la posición de las piernas cruzadas, la ligerísima inclinación del torso hacia la derecha, seguida con más intensidad con la cabeza y el vigor de los brazos animan la obra introduciendo un sutil juego de fuerzas y tensiones.
Esta escultura se concibió para verse de frente, bien que al inclinar el rostro hacia su derecha, obliga al espectador a colocarse bajo ese ángulo para poder apreciar su rostro. La colocación habitual de crucifijos y calvarios es detrás de un altar, coronando un retablo. En cualquier caso, elevados sobre el espectador.
En cuanto a las facciones, Jesús muestra los ojos abiertos. Su mirada, que podría calificarse como de serena, dulce y triste al mismo tiempo, se dirige hacia abajo. La boca se halla entreabierta, como si se dispusiera a hablar.
La imagen introduce al espectador en una atmósfera de recogimiento, la más propicia para la oración. Aparte de sus valores devocionales, se trata de una escultura de depurada técnica y de gran belleza formal, en la que el escultor ha sabido representar a la perfección la anatomía del cuerpo humano reflejada en un momento que por dramático que pueda resultar, se presenta sin estridencias.
Respecto a la clasificación de esta obra, habría que indicar que empleo de la madera como material, la policromía, la relativa sencillez de la composición y la expresividad del rostro nos indican que la pieza debe ser encuadrada en la imaginería o escultura religiosa española. Dentro de su amplio desarrollo cronológico, la escultura debe ser adscrita al barroco, por su compromiso entre el naturalismo realista y el clasicismo. Por otra parte, la suavidad del modelo es típica de la escuela andaluza.
La ausencia de dramatismo, la serenidad y el clasicismo de la figura del Cristo caracterizan la obra de Juan Martínez Montañés, siendo esta imagen su crucificado más conocido: el Cristo de la Clemencia.
Juan Martínez Montañés nace en 1568 en Alcalá la Real (Jaén) y se forma en Granada con Pablo de Rojas. En Sevilla se avecina en la década de 1580, donde completa su formación, destacando la influencia de la escultura italiana del Cinquecento (Miguel Ángel y el Torriggiano). Este imaginero destacó como autor de retablos (San Isidoro del Campo de Santiponce, San Miguel de Jerez de la Frontera) y de sus imágenes de la Inmaculada (La de la catedral de Sevilla conocida como «La Cieguecita») y del Niño Jesús (el del Sagrario de la catedral hispalense). No obstante, y a diferencia de otros imagineros andaluces, no trabajó en pasos procesionales, aunque una de ellas (el Jesús de la Pasión del Salvador de Sevilla) desfile en Semana Santa. Montañés murió en Sevilla en 1649.
Juan Martínez Montañés alcanzó pronto una fama extraordinaria, celebridad que, además, mantuvo toda su vida. Prueba de ello es el encargo de la efigie de Felipe IV como modelo para la escultura ecuestre de Pietro Tacca o la cantidad de encargos que recibió de las llamadas Indias (sobre todo del Virreinato del Perú).
Volviendo a la obra que nos ocupa, la figura de Jesús mide 1,90 metros y está realizado en cedro colorado o cedro de la Habana (Cedrela mexicana). La policromía se atribuye al pintor Francisco Pacheco, colaborador habitual de nuestro imaginero. La corona de espinas, como queda dicho, es natural, no tallada. La obra se realizó entre 1603 y 1606.
Fue un encargo de don Mateo Vázquez de Leca, arcediano de Carmona, quien indica en el contrato que Jesús «Ha de estar vivo antes de haber expirado, con la cabeza inclinada sobre el lado derecho, mirando a cualquier persona que estuviese orando al pie de él, como que está el mismo Cristo hablándole y como quejándose de que aquello que padece es por el que esta orando y así ha de tener los ojos y rostro, con alguna severidad y los ojos del todo abierto…», texto que explica la singular composición de esta pieza.
. Entre las influencias que el artista refleja en esta obra, destacan en primer lugar la escultura de Miguel Ángel. El propio Francisco Pacheco en su «Arte de la Pintura» menciona expresamente que Montañés tomó como modelo un cristo del artista florentino, bien que realmente no se trata de una obra original, sino una versión o una copia, cuya historia, por cierto, resulta bastante complicada:
- Miguel Ángel trazó un dibujo (o una serie de dibujos) de un crucificado para el ciborio de la iglesia romana de Santa María de los Ángeles pieza que debía realizarse en bronce. Recordemos que este templo había sido diseñado por el propio Miguel Ángel sobre las ruinas de las termas de Diocleciano.
- Este boceto (o bocetos) sirvieron de modelo a su discípulo Giacomo del Duca (conocido en España como Jacopo del Duca o Jacobo Siciliano) para una escultura en bronce. Esta obra se conserva actualmente en el Museo Nacional de Nápoles.
- De este crucificado sacó una copia en bronce el platero Juan Bautista Franconio, quién la llevó a Sevilla en 1597. Esta pieza se ha perdido, pero se conocen bastantes copias.
Esta escultura presenta los cuatros clavos y las piernas cruzadas, además de haberse eliminado el supedáneo, rasgos todos que encontramos en la imagen montañesina. No obstante, y a diferencia del Cristo de la Clemencia, el modelo original representa a Jesús tras el momento de su expiración.
Otras obras que también influyeron fueron los crucificados de su maestro Pablo de Rojas y otro cristo realizado por el propio Montañés en 1602. Se trata del Cristo de Auxilio, obra encargada por el Convento de La Merced en Lima (Perú), donde actualmente se conserva. Sobre su parecido con la obra que nos ocupa la prueba más evidente es un documento de ejecución de la obra que comentamos, donde el artista afirma «ha de ser mejor que uno que hice… para las provincias del Perú… Tengo gran deseo de acabar y hacer una pieza semejante para que permanezca en España y que no se lleve a las Indias ni a cualquier otro país, para renombre del maestro, que la hizo para gloria de Dios».
La obra que estudiamos se contrató por 3300 reales. A la entrega de la talla, en 1606, Montañés recibió una gratificación de 600 reales y dos cahices de trigo «por la buena obra que hizo». La imagen recibió el sobrenombre de «Cristo de la Clemencia» por el propio arcediano, quien lo destinó para su capilla particular (situada en su casona de la collación de San Nicolás). Al morir el arcediano, la imagen fue donada a la Cartuja de Santa María de las Cuevas, y tras la exclaustración, provocada en 1836 por la Desamortización de Mendizábal, fue llevado a la Catedral, donde fue depositado en la Sacristía de los Cálices, por lo que adquirió el sobrenombre del Cristo de los Cálices. En 1992, con motivo se cambió la imagen a la capilla de San Andrés, en la que actualmente se venera. Como dato anecdótico señalemos que esta imagen ha procesionado dos veces: en el Santo Entierro Magno de 1920 y en la clausura de las Santas Misiones de 1952. En ambos casos, se remarcó lo excepcional de esta decisión.
Para situar el monumento en su contexto histórico, social, político, religioso y cultural señalemos que el arte barroco surge en Italia en los inicios del siglo XVII, extendiéndose rápidamente por el resto de Europa e Iberoamérica. En cambio la presencia de este estilo en las posesiones coloniales de las potencias europeas en América del Norte, África o Asia será muy reducida.
La cronología de este estilo abarca, pues, desde los primeros años del siglo XVII hasta el segundo tercio del siglo XVIII, bien que se prolonga en algunos países hasta el final de esta centuria. En su desarrollo se distingue una suave etapa de transición entre el Renacimiento y el Barroco conocida como protobarroco o arte tridentino (por hallarse marcado por la influencia del Concilio de Trento), una etapa de primer barroco, (conocido como a veces como barroco clasicista-naturalista), otra etapa de barroco pleno y otra denominada rococó, que algunos autores consideran un estilo aparte.
La pieza que nos ocupa por su clasicismo y su canon alargado, herencia de los planteamientos manieristas, podría ser clasificada como protobarroca, pero su realismo naturalista y su expresividad, bien que contenida, la emplazan claramente en el primer barroco. De hecho, es considerada como una de las primeras obras que definen claramente la etapa clasicista-naturalista en el arte español.
Desde sus inicios el barroco se desarrolló en una serie de escuelas o estilos regionales. Destaca, además, la corriente denominada «barroco clasicista» desarrollado en Italia y Francia en el siglo XVII y que se extenderá por España y otros países en el siglo siguiente, dando origen al arte Neoclásico en el último tercio de esta centuria.
El mundo del barroco se caracteriza por una situación de crisis demográfica y económica en su primer siglo, para remontar a lo largo del setecientos. En España el siglo XVII está marcado por la decadencia política y económica que caracterizo a los mal llamados «Austrias menores». Con todo, se lograron mantener la mayor parte de las posesiones en Italia y Flandes hasta el cambio de dinastía, mientras se reforzaba la presencia hispana en América y en el Pacífico (Filipinas).
En cuanto a las estructuras sociales pervive aún la división medieval en estamentos, distinguiéndose entre una nobleza terrateniente, un clero heterogéneo («alto clero» y «bajo clero»), y el denominado «tercer estado». Con la expulsión de los moriscos (1609) se consigue la unidad religiosa del país, bien que con un elevado coste económico y demográfico.
El peso de la religión católica en la vida cultural (y en la cotidiana) se incrementará por las exigencias de la Contrarreforma. Así se promoverán las fundaciones monásticas y las Cofradías, que multiplicaran la demanda de retablos e imágenes de culto. En cambio el arte profano o secular va a quedar reducido, con escasas excepciones, al rey y la alta nobleza. De ahí que los temas mitológicos, las escenas de costumbres o la escultura conmemorativa van a contar con poco desarrollo y de hecho las obras que se conservan de estos géneros suelen estar realizado por artistas extranjeros.
En la cultura va a destacar el llamado «siglo de oro» español. La influencia de la Retórica de Aristóteles va a marcar la estética de esta época, especialmente la producción literaria y la artística. El barroco se puede definir como un arte dinámico y teatral, que representa el poder de los reyes y de la Iglesia de la Contrarreforma. Para transmitir estos mensajes y convencer, busca impactar y envolver al espectador.
Socialmente, los artistas españoles lucharan por defender la categoría intelectual de su trabajo, considerado hasta entonces tarea mecánica y manual. Proliferan los tratados sobre arquitectura y otras disciplinas, los reyes compiten en la creación de imponentes colecciones de cuadros y esculturas y se desarrollan las academias, aunque habrá que esperar al siglo XVIII para que cuenten con la aprobación oficial.
En la España de la época, la ciudad de Sevilla va a desempeñar un papel primordial al controlarse desde allí el comercio y la navegación con el Nuevo Mundo. El establecimiento de la Casa de Contratación de Indias (1503) y del Consulado de Mercaderes (1543) explican que la urbe que acogió a Montañés fuese la ciudad más poblada y próspera de la península y también la más cosmopolita, panorama que cambió radicalmente a la mitad de siglo cuando la plata ultramarina dejo de fluir y las epidemias asolaron la ciudad. Una inmensa mortandad causó la peste de 1649, contándose entre los fallecidos al propio Martínez Montañés.
Sevilla va a vivir en estos momentos una etapa de gran esplendor artístico. Destacan los mercaderes extranjeros que contribuyen a difundir en la ciudad las novedades del barroco de Italia y Flandes y son, al mismo tiempo, grandes coleccionistas y patrocinadores de obras religiosas. Pero los principales clientes son las órdenes religiosas, tanto para sus conventos sevillanos, como para los de Hispanoamérica. Por ello aunque se documenten algunas obras profanas (las pinturas mitológicas de Pacheco en la Casa de Pilatos y las pinturas de género y los retratos de Velázquez y de Murillo), la inmensa mayoría de esculturas y pinturas son de temática religiosa, con una marcada influencia de la Contrarreforma. Fruto de esta espiritualidad es el auge de creación de Cofradías y la reglamentación de las procesiones de Semana Santa.
Para terminar y para entender de una forma global el Cristo de Montañés, se indicarán una serie de precisiones de la crucifixión de Jesús de Nazareth, tanto desde una perspectiva histórica, como teólogica.
La crucifixión de Jesús viene relatada en los cuatro evangelios y es mencionada con frecuencia en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas o Epístolas del Nuevo Testamento. Además hay que contar con los Evangelios Apócrifos, la Patrística y algunas leyendas y tradiciones, recogidas por peregrinos y cronistas. Se trata, pues, de testimonios heterogéneos, con una escala de fiabilidad muy variable atendiendo al género del texto, su cronología y su transmisión. Por otra parte, comenzando con los mismos Evangelios, no faltan las contradicciones.
En lo esencial, y desprovisto de interpretaciones teológicas, la mayor parte de los historiadores aceptan el relato de los Evangelios. Según éstos, en los últimos años del reinado del emperador Tiberio, Jesús fue juzgado en Jerusalén por el Sanedrín y sentenciado por el prefecto romano, Poncio Pilatos a ser flagelado y, finalmente, crucificado en el monte Gólgota, denominado Calvario, un viernes que debía ser víspera de la pascua judía y en el que pudo suceder un eclipse lunar (¿el viernes 3 de abril del año 33 de nuestra era?).
Jesús fue condenado por reconocer que era el Mesías, un esperado rey, del linaje de David, que, según las profecías, liberaría a los judíos de la servidumbre extranjera y restablecería la edad dorada de Israel. Para los judíos la aspiración a ese título era especialmente blasfema y para los romano significaba una rebelión explícita contra su dominio. De hecho, en la historia de la Palestina romana resultaban relativamente frecuentes los disturbios causados por personajes que se atribuían este título, tumultos que solían ser sofocados con la muerte del líder y la mayor parte de sus seguidores.
El judaísmo sitúa a Jesús dentro de estos falsos mesías. El cristianismo, sin embargo , reconoce su condición mesiánica y considera que su ejecución entra en plan de Dios de la salvación de la Humanidad. De acuerdo con esta interpretación, la muerte afrentosa del Mesías había sido anunciada por los profetas Isaías y Zacarías, y había sido reiteradamente advertida por el propio Jesús. Con este sacrificio, la teología considera que Jesús redimió a los hombres al cargar con todos los pecados del género humano y que además debe ser entendida como ejemplo de aceptación de la voluntad de Dios y como muestra de su amor misericordioso.
De acuerdo con el testimonio de los evangelistas, las autoridades judías, condenaron a Jesús a muerte en un juicio precipitado e irregular en el que fue hallado culpable de blasfemia. La Torá (Ley judía) castigaba este delito con la lapidación, pero necesitaban el refrendo de las autoridades romanas para autorizar la ejecución. No obstante, Poncio Pilatos, no quiso verse implicado en una disputa que consideraba puramente religiosa y ajenas a las leyes romanas. Pilatos creyó que contentaría a los judíos flagelando a Jesús y presentándolo al pueblo grotescamente ataviado con un manto de púrpura y una corona de espina (episodio conocido como «ecce homo»). No obstante los sacerdotes judíos insistieron en presentar a Cristo como una amenaza a la autoridad romana, en cuanto pretendía ser rey de Israel. Fue condenado entonces, a morir en la cruz bajo el cargo de sedición, al considerarse que se había proclamado rey, lo que significa la aplicación de la Lex Iulia Lesae Maiestatis.
La crucifixión era una forma de ejecución particularmente infamante, reservada a los esclavos, los piratas, los bandoleros y los delitos de sedición y rebelión (delitos estos últimos atribuidos a Jesús). Los ciudadanos romanos, como San Pablo, no podían ser castigados con este suplicio. El progresivo aprecio del emperador Constantino por los cristianos supuso la desaparición de esta pena de muerte en el 337, bien que en otros imperios como el Persa Sasánida continuó en uso.
Según algunos estudiosos, Roma usó primero una cruz en forma de X, pero el prolongado contacto con los cartagineses les llevó a adoptar de este pueblo el modelo en forma de T. De todas formas, los testimonios de los autores antiguos coinciden en que la crucifixión englobaba diversas formas de suplicio (todas centradas en clavar o suspender al condenado a un árbol o a un madero) y que a lo largo de los siglos conoció las lógicas variaciones. Como, además, el testimonio de los Evangelios resulta muy escueto, no existe acuerdo sobre como sucedió la crucifixión de Jesús, hecho que además no cuenta con otros testimonios que no sean la de los autores cristianos.
Respecto a la cultura judía, la crucifixión no estaba contemplada en sus leyes, bien que un pasaje del Deuteronomio maldecía a todo aquel que fuese sacrificado (colgado, ahorcado, crucificado) en un árbol o madero. Por ello el cuerpo de un hombre lapidado por blasfemia o por alguna iniquidad podía ser colgado (o crucificado) después de su ejecución, para infamarlo de forma irreversible. El mismo versículo ordena que los ejecutados de esta forma tenían que ser descolgados antes de la noche, práctica que se cumplió con Jesús y los otros dos condenados. La muerte de estos últimos fue acelerada cuando sus piernas fueron quebradas, probablemente a martillazos. Cristo ya había expirado, pero recibió una lanzada en el costado, para asegurar su fallecimiento. El Evangelio de Juan señala que así Jesús, como el cordero pascual, murió sin que sus huesos fueran dañados.
Una práctica recogida por autores paganos es la de crucificar a varios condenados a la vez (a veces a varios centenares), para aumentar la notoriedad de este castigo. Según el lacónico testimonio de los Evangelios, dos malhechores fueron crucificados y acompañaron a Cristo en su agonía. El evangelio de Nicodemo los presenta como Dimas (el buen ladrón) y Gestas (el mal ladrón). Probablemente eran bandoleros o salteadores de caminos, delito que en la Palestina de la época solía estar asociado a la rebelión contra el poder romano.
La vigilancia de la tumba de Jesús por un grupo de soldado no debe verse como una singularidad. Por el testimonio de escritores antiguos sabemos que esta medida precaución se realizaba con otros ejecutados cuando existía el riesgo de que su cadáver fuera sustraído.
En cuanto a las representaciones de la crucifixión, como es sabido, el arte cristiano esperó a la prohibición de Constantino, para comenzar a representarla y durante un milenio no se preocupó por mostrar este suplicio de una forma realista. Recuérdese además que los Evangelios, la principal fuente, aportan pocos datos. Por todo esto, sumado a la creatividad de los artistas, la iconografía de Cristo crucificado conoce una serie de variantes, variantes que sumadas a la presencia de atributos y personajes secundarios, generan una multiplicidad de interpretaciones, que además ha ido acrecentándose a lo largo de los siglos.
Así, en esta imagen encontramos la interpretación del artista de una serie de atributos propios de la iconografía de Jesús crucificado:
-La cruz sigue el modelo llamado «crux immisa», el modelo de cruz más conocido. Es el que presenta cuatro brazos que se cortan en ángulo recto, siendo los horizontales de menor tamaño que los verticales. Los travesaños ofrecen un aspecto rugoso, como de madera sin desbastar, como si el artista se hiciera eco de las leyendas que aseguraban que la cruz se había realizado con la madera del árbol de la vida.
-El título o rótulo en que aparece la condena de Jesús. El escultor ha seguido el relato del Evangelio de San Juan y hace figurar la inscripción «Jesús Nazareno Rey de los Judíos» en hebreo, griego y latín. Como en el Cristo de Velázquez encontramos un rótulo idéntico, resulta razonable pensar que se trata de una aportación de Francisco Pacheco.
-La corona de espinas, que se representa muy elaborada, nos recuerda que Jesús era el Mesías y por tanto el Rey de los Judíos. Los Evangelios relatan como los soldados que flagelaron a Cristo, lo vistieron con una clámide escarlata, colocaron una caña en su mano a manera de cetro y le pusieron una corona de espinas que habían trenzado. A continuación se postraron ante él, como forma de burla. La mayor parte de los artistas representa la corona como un círculo más o menos compuesto, aunque la mayor parte de autores que se han ocupado de ella creen que más bien adoptaba la forma de un casco.
-La lanzada. En esta imagen falta, porque representa a Cristo todavía vivo. En cambio en la imagen de la Merced de Lima figura, porque se trata de un Jesús que acaba de expirar.
-El perizoma o paño de pureza. Este lienzo se justifica por motivos de pudor, pero también por el testimonio del evangelio apócrifo de Nicodemo. A lo que parece, los condenados a morir en la cruz eran ejecutados en completa desnudez, pero se argumenta que esta costumbre escandalizaría a los judío. Por otra parte, la exhibición pública de la circuncisión horrorizaba a griegos y romanos.
-Los clavos. Esta escultura testifica un antiguo debate entre los expertos y doctores de la Iglesia acerca de cómo fue crucificado Cristo, con tres clavos o con cuatro. En este caso Montañés, siguiendo los planteamientos del pintor Pacheco, se pronuncia por la segunda opción y muestra en su crucificado un clavo en cada pie, conforme habían defendido algunos doctores de la Iglesia como San Ireneo o San Justino y se recogía en los escritos de la monja visionaria sueca Santa Brígida, cuyo libro de las revelaciones fue editado a fines del siglo XV y alcanzó amplia difusión.
-El «supedaneum» o ménsula para apoyar los pies. La colocación de los clavos (y los pies) de esta escultura, hace innecesario este elemento, de ahí que no aparezca esta pieza en la obra que analizamos.
-El Gólgota. En algunas fotografías de esta escultura aparece bajo la cruz, a manera de pedestal, una masa rocosa simulada en madera y que debe ser un añadido a la obra original. Representa tel Gólgota o Monte Calvario, colina situada en las afueras de Jerusalén en la que Jesús y los ladrones fueron ajusticiados. Aunque no es éste el caso, suele ser habitual representar una calavera bajo la cruz, recordando la leyenda que afirmaba que el rey David había depositado el cráneo de Adán en este lugar.
Por último, señalemos que la crucifixión como manifestación de amor de Cristo hacia los hombres queda resaltada en la escultura que estudiamos. Recordemos que la posición de la cabeza, exigida por el propio contrato en el que se basó la elaboración de la escultura, implica que Cristo mira directamente a quien se sitúa delante de él en un plano inferior y la mirada deviene en símbolo tanto de los propios sufrimientos divinos por la especie humana como en emblema de perdón. Y por extensión el perdón se entiende concedido no sólo a quien contempla directamente a la imagen sino a la humanidad en su conjunto. La mirada del Cristo de la Clemencia es pues símbolo del amor de Dios a los hombres y, según los planteamientos cristianos, de su infinita misericordia.
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[Este comentario depende en gran medida (incorpora párrafos enteros) de otro de la misma obra, realizado por el profesor Juan Diego Caballero Oliver, catedrático de Geografía e Historia en el IES «Néstor Almendros» (Tomares, Sevilla). A continuación se reproduce un enlace hacia el comentario de esta obra de arte en el blog de este profesor.]
aprendersociales.blogspot.com.es/2008/04/el-cristo-de-la-...
El Cristo de la Clemencia de Juan Martínez Montañés
La imagen nos muestra una escultura exenta y policromada que representa a Jesucristo clavado en la cruz. Se trata de una imagen de temática religiosa, destinada a la devoción.
El material con la que está realizada la obra es la madera. Probablemente el artista modeló primero la escultura en barro o yeso y después la realizó en madera con la técnica de la talla, esto es trabajando la madera con el formón, la gubia y otros instrumentos. En obras como ésta, caracterizada por la corrección anatómica, hay que pensar que el artista recurrió al modelo vivo, esto es a una persona que posó para el escultor.
El artista se esmeró en el acabado, produciendo una impresión de cierta tersura. También trabajó con minuciosidad el plegado del paño de pureza, que demuestran un estudio concienzudo. Por último, la barba y la cabellera revelan, igualmente, muchas horas de talla. La cabellera aparece retenida en la corona de espinas, salvo algunos tirabuzones que resaltan la inclinación de la cabeza. La barba aparece hendida y muy cuidada, rasgo poco explicable si se tienen en cuenta los padecimientos que Cristo sufrió desde su prendimiento, pero que cuadra bien con la ausencia de dramatismo que presenta la escultura que analizamos.
Por último la imagen se cubrió con una capa de yeso y se policromó, parece que con óleo. Los pigmentos están aplicados con matizaciones, sugiriendo volúmenes y texturas. Era frecuente en la escultura devocional que la policromía se encargara a otro artista, conocido como «el encarnador» y que solía ser un pintor. Este colaborador, además de colorear, pintaba las heridas y añadía algunos apliques. En el caso de esta escultura, la corona de espinas parece natural, esto es, realizada con zarzas o alguna especie similar y añadida a la pieza que estudiamos.
El escultor presenta a Cristo como un hombre esbelto, delgado y vigoroso. La imagen inclina su rostro hacia el hombro derecho, pero no se trata de un gesto de desfallecimiento, pues los ojos están abiertos y la cabeza permanece erguida sobre el cuello, no apoyada sobre el pecho. La piel está policromada en un tono natural, alejado del tono macilento de otros crucificados. Por otra parte sólo se aprecian rastros de sangre en las heridas de las manos y de los pies, así como en la que se derrama por el rostro y el pecho desde la corona de espinas. Igualmente, no se muestran latigazos o verdugones. Una vez más, nos encontramos con la evidencia de que el artista ha rehuido expresar el sufrimiento.
La cruz aparenta estar realizada con unos maderos delgados y rugosos. El artista ha incorporado el títulus crucis o rótulo (en tres idiomas), presenta a Cristo con una amplia corona de espinas a modo de casquete y cubre sus vergüenzas con un elaborado perizoma o paño de pureza. Esta vestidura describe un amplio óvalo, se recoge con un gran nudo hacia su lado derecho y se desarrolla mediante numerosos pliegues.
Jesús ha sido crucificado con cuatro clavos (dos en las manos y dos en los pies). Un pormenor inusual se encuentra en que la pierna derecha se cruza sobre la izquierda, para acabar presentando los pies casi en paralelo, dejando bien visibles ambos clavos.
La anatomía de la imagen está trazada de manera naturalista, bien que con cierta idealización. Se ha seguido un canon claramente alargado. La musculatura está bien conseguida, pero se halla poco marcada, indicándose por los realces de la policromía y el suave claroscuro. No se aprecian signos evidentes de tensión o esfuerzo, más allá de los que requiere la propia composición, en los brazos y en las piernas.
En cuanto a la impresión de movimiento, la imagen se muestra es una postura aparentemente reposada, en la que se han atenuado todos los signos del drama. Sin embargo, no se puede calificar a la pieza de estática, pues la posición de las piernas cruzadas, la ligerísima inclinación del torso hacia la derecha, seguida con más intensidad con la cabeza y el vigor de los brazos animan la obra introduciendo un sutil juego de fuerzas y tensiones.
Esta escultura se concibió para verse de frente, bien que al inclinar el rostro hacia su derecha, obliga al espectador a colocarse bajo ese ángulo para poder apreciar su rostro. La colocación habitual de crucifijos y calvarios es detrás de un altar, coronando un retablo. En cualquier caso, elevados sobre el espectador.
En cuanto a las facciones, Jesús muestra los ojos abiertos. Su mirada, que podría calificarse como de serena, dulce y triste al mismo tiempo, se dirige hacia abajo. La boca se halla entreabierta, como si se dispusiera a hablar.
La imagen introduce al espectador en una atmósfera de recogimiento, la más propicia para la oración. Aparte de sus valores devocionales, se trata de una escultura de depurada técnica y de gran belleza formal, en la que el escultor ha sabido representar a la perfección la anatomía del cuerpo humano reflejada en un momento que por dramático que pueda resultar, se presenta sin estridencias.
Respecto a la clasificación de esta obra, habría que indicar que empleo de la madera como material, la policromía, la relativa sencillez de la composición y la expresividad del rostro nos indican que la pieza debe ser encuadrada en la imaginería o escultura religiosa española. Dentro de su amplio desarrollo cronológico, la escultura debe ser adscrita al barroco, por su compromiso entre el naturalismo realista y el clasicismo. Por otra parte, la suavidad del modelo es típica de la escuela andaluza.
La ausencia de dramatismo, la serenidad y el clasicismo de la figura del Cristo caracterizan la obra de Juan Martínez Montañés, siendo esta imagen su crucificado más conocido: el Cristo de la Clemencia.
Juan Martínez Montañés nace en 1568 en Alcalá la Real (Jaén) y se forma en Granada con Pablo de Rojas. En Sevilla se avecina en la década de 1580, donde completa su formación, destacando la influencia de la escultura italiana del Cinquecento (Miguel Ángel y el Torriggiano). Este imaginero destacó como autor de retablos (San Isidoro del Campo de Santiponce, San Miguel de Jerez de la Frontera) y de sus imágenes de la Inmaculada (La de la catedral de Sevilla conocida como «La Cieguecita») y del Niño Jesús (el del Sagrario de la catedral hispalense). No obstante, y a diferencia de otros imagineros andaluces, no trabajó en pasos procesionales, aunque una de ellas (el Jesús de la Pasión del Salvador de Sevilla) desfile en Semana Santa. Montañés murió en Sevilla en 1649.
Juan Martínez Montañés alcanzó pronto una fama extraordinaria, celebridad que, además, mantuvo toda su vida. Prueba de ello es el encargo de la efigie de Felipe IV como modelo para la escultura ecuestre de Pietro Tacca o la cantidad de encargos que recibió de las llamadas Indias (sobre todo del Virreinato del Perú).
Volviendo a la obra que nos ocupa, la figura de Jesús mide 1,90 metros y está realizado en cedro colorado o cedro de la Habana (Cedrela mexicana). La policromía se atribuye al pintor Francisco Pacheco, colaborador habitual de nuestro imaginero. La corona de espinas, como queda dicho, es natural, no tallada. La obra se realizó entre 1603 y 1606.
Fue un encargo de don Mateo Vázquez de Leca, arcediano de Carmona, quien indica en el contrato que Jesús «Ha de estar vivo antes de haber expirado, con la cabeza inclinada sobre el lado derecho, mirando a cualquier persona que estuviese orando al pie de él, como que está el mismo Cristo hablándole y como quejándose de que aquello que padece es por el que esta orando y así ha de tener los ojos y rostro, con alguna severidad y los ojos del todo abierto…», texto que explica la singular composición de esta pieza.
. Entre las influencias que el artista refleja en esta obra, destacan en primer lugar la escultura de Miguel Ángel. El propio Francisco Pacheco en su «Arte de la Pintura» menciona expresamente que Montañés tomó como modelo un cristo del artista florentino, bien que realmente no se trata de una obra original, sino una versión o una copia, cuya historia, por cierto, resulta bastante complicada:
- Miguel Ángel trazó un dibujo (o una serie de dibujos) de un crucificado para el ciborio de la iglesia romana de Santa María de los Ángeles pieza que debía realizarse en bronce. Recordemos que este templo había sido diseñado por el propio Miguel Ángel sobre las ruinas de las termas de Diocleciano.
- Este boceto (o bocetos) sirvieron de modelo a su discípulo Giacomo del Duca (conocido en España como Jacopo del Duca o Jacobo Siciliano) para una escultura en bronce. Esta obra se conserva actualmente en el Museo Nacional de Nápoles.
- De este crucificado sacó una copia en bronce el platero Juan Bautista Franconio, quién la llevó a Sevilla en 1597. Esta pieza se ha perdido, pero se conocen bastantes copias.
Esta escultura presenta los cuatros clavos y las piernas cruzadas, además de haberse eliminado el supedáneo, rasgos todos que encontramos en la imagen montañesina. No obstante, y a diferencia del Cristo de la Clemencia, el modelo original representa a Jesús tras el momento de su expiración.
Otras obras que también influyeron fueron los crucificados de su maestro Pablo de Rojas y otro cristo realizado por el propio Montañés en 1602. Se trata del Cristo de Auxilio, obra encargada por el Convento de La Merced en Lima (Perú), donde actualmente se conserva. Sobre su parecido con la obra que nos ocupa la prueba más evidente es un documento de ejecución de la obra que comentamos, donde el artista afirma «ha de ser mejor que uno que hice… para las provincias del Perú… Tengo gran deseo de acabar y hacer una pieza semejante para que permanezca en España y que no se lleve a las Indias ni a cualquier otro país, para renombre del maestro, que la hizo para gloria de Dios».
La obra que estudiamos se contrató por 3300 reales. A la entrega de la talla, en 1606, Montañés recibió una gratificación de 600 reales y dos cahices de trigo «por la buena obra que hizo». La imagen recibió el sobrenombre de «Cristo de la Clemencia» por el propio arcediano, quien lo destinó para su capilla particular (situada en su casona de la collación de San Nicolás). Al morir el arcediano, la imagen fue donada a la Cartuja de Santa María de las Cuevas, y tras la exclaustración, provocada en 1836 por la Desamortización de Mendizábal, fue llevado a la Catedral, donde fue depositado en la Sacristía de los Cálices, por lo que adquirió el sobrenombre del Cristo de los Cálices. En 1992, con motivo se cambió la imagen a la capilla de San Andrés, en la que actualmente se venera. Como dato anecdótico señalemos que esta imagen ha procesionado dos veces: en el Santo Entierro Magno de 1920 y en la clausura de las Santas Misiones de 1952. En ambos casos, se remarcó lo excepcional de esta decisión.
Para situar el monumento en su contexto histórico, social, político, religioso y cultural señalemos que el arte barroco surge en Italia en los inicios del siglo XVII, extendiéndose rápidamente por el resto de Europa e Iberoamérica. En cambio la presencia de este estilo en las posesiones coloniales de las potencias europeas en América del Norte, África o Asia será muy reducida.
La cronología de este estilo abarca, pues, desde los primeros años del siglo XVII hasta el segundo tercio del siglo XVIII, bien que se prolonga en algunos países hasta el final de esta centuria. En su desarrollo se distingue una suave etapa de transición entre el Renacimiento y el Barroco conocida como protobarroco o arte tridentino (por hallarse marcado por la influencia del Concilio de Trento), una etapa de primer barroco, (conocido como a veces como barroco clasicista-naturalista), otra etapa de barroco pleno y otra denominada rococó, que algunos autores consideran un estilo aparte.
La pieza que nos ocupa por su clasicismo y su canon alargado, herencia de los planteamientos manieristas, podría ser clasificada como protobarroca, pero su realismo naturalista y su expresividad, bien que contenida, la emplazan claramente en el primer barroco. De hecho, es considerada como una de las primeras obras que definen claramente la etapa clasicista-naturalista en el arte español.
Desde sus inicios el barroco se desarrolló en una serie de escuelas o estilos regionales. Destaca, además, la corriente denominada «barroco clasicista» desarrollado en Italia y Francia en el siglo XVII y que se extenderá por España y otros países en el siglo siguiente, dando origen al arte Neoclásico en el último tercio de esta centuria.
El mundo del barroco se caracteriza por una situación de crisis demográfica y económica en su primer siglo, para remontar a lo largo del setecientos. En España el siglo XVII está marcado por la decadencia política y económica que caracterizo a los mal llamados «Austrias menores». Con todo, se lograron mantener la mayor parte de las posesiones en Italia y Flandes hasta el cambio de dinastía, mientras se reforzaba la presencia hispana en América y en el Pacífico (Filipinas).
En cuanto a las estructuras sociales pervive aún la división medieval en estamentos, distinguiéndose entre una nobleza terrateniente, un clero heterogéneo («alto clero» y «bajo clero»), y el denominado «tercer estado». Con la expulsión de los moriscos (1609) se consigue la unidad religiosa del país, bien que con un elevado coste económico y demográfico.
El peso de la religión católica en la vida cultural (y en la cotidiana) se incrementará por las exigencias de la Contrarreforma. Así se promoverán las fundaciones monásticas y las Cofradías, que multiplicaran la demanda de retablos e imágenes de culto. En cambio el arte profano o secular va a quedar reducido, con escasas excepciones, al rey y la alta nobleza. De ahí que los temas mitológicos, las escenas de costumbres o la escultura conmemorativa van a contar con poco desarrollo y de hecho las obras que se conservan de estos géneros suelen estar realizado por artistas extranjeros.
En la cultura va a destacar el llamado «siglo de oro» español. La influencia de la Retórica de Aristóteles va a marcar la estética de esta época, especialmente la producción literaria y la artística. El barroco se puede definir como un arte dinámico y teatral, que representa el poder de los reyes y de la Iglesia de la Contrarreforma. Para transmitir estos mensajes y convencer, busca impactar y envolver al espectador.
Socialmente, los artistas españoles lucharan por defender la categoría intelectual de su trabajo, considerado hasta entonces tarea mecánica y manual. Proliferan los tratados sobre arquitectura y otras disciplinas, los reyes compiten en la creación de imponentes colecciones de cuadros y esculturas y se desarrollan las academias, aunque habrá que esperar al siglo XVIII para que cuenten con la aprobación oficial.
En la España de la época, la ciudad de Sevilla va a desempeñar un papel primordial al controlarse desde allí el comercio y la navegación con el Nuevo Mundo. El establecimiento de la Casa de Contratación de Indias (1503) y del Consulado de Mercaderes (1543) explican que la urbe que acogió a Montañés fuese la ciudad más poblada y próspera de la península y también la más cosmopolita, panorama que cambió radicalmente a la mitad de siglo cuando la plata ultramarina dejo de fluir y las epidemias asolaron la ciudad. Una inmensa mortandad causó la peste de 1649, contándose entre los fallecidos al propio Martínez Montañés.
Sevilla va a vivir en estos momentos una etapa de gran esplendor artístico. Destacan los mercaderes extranjeros que contribuyen a difundir en la ciudad las novedades del barroco de Italia y Flandes y son, al mismo tiempo, grandes coleccionistas y patrocinadores de obras religiosas. Pero los principales clientes son las órdenes religiosas, tanto para sus conventos sevillanos, como para los de Hispanoamérica. Por ello aunque se documenten algunas obras profanas (las pinturas mitológicas de Pacheco en la Casa de Pilatos y las pinturas de género y los retratos de Velázquez y de Murillo), la inmensa mayoría de esculturas y pinturas son de temática religiosa, con una marcada influencia de la Contrarreforma. Fruto de esta espiritualidad es el auge de creación de Cofradías y la reglamentación de las procesiones de Semana Santa.
Para terminar y para entender de una forma global el Cristo de Montañés, se indicarán una serie de precisiones de la crucifixión de Jesús de Nazareth, tanto desde una perspectiva histórica, como teólogica.
La crucifixión de Jesús viene relatada en los cuatro evangelios y es mencionada con frecuencia en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas o Epístolas del Nuevo Testamento. Además hay que contar con los Evangelios Apócrifos, la Patrística y algunas leyendas y tradiciones, recogidas por peregrinos y cronistas. Se trata, pues, de testimonios heterogéneos, con una escala de fiabilidad muy variable atendiendo al género del texto, su cronología y su transmisión. Por otra parte, comenzando con los mismos Evangelios, no faltan las contradicciones.
En lo esencial, y desprovisto de interpretaciones teológicas, la mayor parte de los historiadores aceptan el relato de los Evangelios. Según éstos, en los últimos años del reinado del emperador Tiberio, Jesús fue juzgado en Jerusalén por el Sanedrín y sentenciado por el prefecto romano, Poncio Pilatos a ser flagelado y, finalmente, crucificado en el monte Gólgota, denominado Calvario, un viernes que debía ser víspera de la pascua judía y en el que pudo suceder un eclipse lunar (¿el viernes 3 de abril del año 33 de nuestra era?).
Jesús fue condenado por reconocer que era el Mesías, un esperado rey, del linaje de David, que, según las profecías, liberaría a los judíos de la servidumbre extranjera y restablecería la edad dorada de Israel. Para los judíos la aspiración a ese título era especialmente blasfema y para los romano significaba una rebelión explícita contra su dominio. De hecho, en la historia de la Palestina romana resultaban relativamente frecuentes los disturbios causados por personajes que se atribuían este título, tumultos que solían ser sofocados con la muerte del líder y la mayor parte de sus seguidores.
El judaísmo sitúa a Jesús dentro de estos falsos mesías. El cristianismo, sin embargo , reconoce su condición mesiánica y considera que su ejecución entra en plan de Dios de la salvación de la Humanidad. De acuerdo con esta interpretación, la muerte afrentosa del Mesías había sido anunciada por los profetas Isaías y Zacarías, y había sido reiteradamente advertida por el propio Jesús. Con este sacrificio, la teología considera que Jesús redimió a los hombres al cargar con todos los pecados del género humano y que además debe ser entendida como ejemplo de aceptación de la voluntad de Dios y como muestra de su amor misericordioso.
De acuerdo con el testimonio de los evangelistas, las autoridades judías, condenaron a Jesús a muerte en un juicio precipitado e irregular en el que fue hallado culpable de blasfemia. La Torá (Ley judía) castigaba este delito con la lapidación, pero necesitaban el refrendo de las autoridades romanas para autorizar la ejecución. No obstante, Poncio Pilatos, no quiso verse implicado en una disputa que consideraba puramente religiosa y ajenas a las leyes romanas. Pilatos creyó que contentaría a los judíos flagelando a Jesús y presentándolo al pueblo grotescamente ataviado con un manto de púrpura y una corona de espina (episodio conocido como «ecce homo»). No obstante los sacerdotes judíos insistieron en presentar a Cristo como una amenaza a la autoridad romana, en cuanto pretendía ser rey de Israel. Fue condenado entonces, a morir en la cruz bajo el cargo de sedición, al considerarse que se había proclamado rey, lo que significa la aplicación de la Lex Iulia Lesae Maiestatis.
La crucifixión era una forma de ejecución particularmente infamante, reservada a los esclavos, los piratas, los bandoleros y los delitos de sedición y rebelión (delitos estos últimos atribuidos a Jesús). Los ciudadanos romanos, como San Pablo, no podían ser castigados con este suplicio. El progresivo aprecio del emperador Constantino por los cristianos supuso la desaparición de esta pena de muerte en el 337, bien que en otros imperios como el Persa Sasánida continuó en uso.
Según algunos estudiosos, Roma usó primero una cruz en forma de X, pero el prolongado contacto con los cartagineses les llevó a adoptar de este pueblo el modelo en forma de T. De todas formas, los testimonios de los autores antiguos coinciden en que la crucifixión englobaba diversas formas de suplicio (todas centradas en clavar o suspender al condenado a un árbol o a un madero) y que a lo largo de los siglos conoció las lógicas variaciones. Como, además, el testimonio de los Evangelios resulta muy escueto, no existe acuerdo sobre como sucedió la crucifixión de Jesús, hecho que además no cuenta con otros testimonios que no sean la de los autores cristianos.
Respecto a la cultura judía, la crucifixión no estaba contemplada en sus leyes, bien que un pasaje del Deuteronomio maldecía a todo aquel que fuese sacrificado (colgado, ahorcado, crucificado) en un árbol o madero. Por ello el cuerpo de un hombre lapidado por blasfemia o por alguna iniquidad podía ser colgado (o crucificado) después de su ejecución, para infamarlo de forma irreversible. El mismo versículo ordena que los ejecutados de esta forma tenían que ser descolgados antes de la noche, práctica que se cumplió con Jesús y los otros dos condenados. La muerte de estos últimos fue acelerada cuando sus piernas fueron quebradas, probablemente a martillazos. Cristo ya había expirado, pero recibió una lanzada en el costado, para asegurar su fallecimiento. El Evangelio de Juan señala que así Jesús, como el cordero pascual, murió sin que sus huesos fueran dañados.
Una práctica recogida por autores paganos es la de crucificar a varios condenados a la vez (a veces a varios centenares), para aumentar la notoriedad de este castigo. Según el lacónico testimonio de los Evangelios, dos malhechores fueron crucificados y acompañaron a Cristo en su agonía. El evangelio de Nicodemo los presenta como Dimas (el buen ladrón) y Gestas (el mal ladrón). Probablemente eran bandoleros o salteadores de caminos, delito que en la Palestina de la época solía estar asociado a la rebelión contra el poder romano.
La vigilancia de la tumba de Jesús por un grupo de soldado no debe verse como una singularidad. Por el testimonio de escritores antiguos sabemos que esta medida precaución se realizaba con otros ejecutados cuando existía el riesgo de que su cadáver fuera sustraído.
En cuanto a las representaciones de la crucifixión, como es sabido, el arte cristiano esperó a la prohibición de Constantino, para comenzar a representarla y durante un milenio no se preocupó por mostrar este suplicio de una forma realista. Recuérdese además que los Evangelios, la principal fuente, aportan pocos datos. Por todo esto, sumado a la creatividad de los artistas, la iconografía de Cristo crucificado conoce una serie de variantes, variantes que sumadas a la presencia de atributos y personajes secundarios, generan una multiplicidad de interpretaciones, que además ha ido acrecentándose a lo largo de los siglos.
Así, en esta imagen encontramos la interpretación del artista de una serie de atributos propios de la iconografía de Jesús crucificado:
-La cruz sigue el modelo llamado «crux immisa», el modelo de cruz más conocido. Es el que presenta cuatro brazos que se cortan en ángulo recto, siendo los horizontales de menor tamaño que los verticales. Los travesaños ofrecen un aspecto rugoso, como de madera sin desbastar, como si el artista se hiciera eco de las leyendas que aseguraban que la cruz se había realizado con la madera del árbol de la vida.
-El título o rótulo en que aparece la condena de Jesús. El escultor ha seguido el relato del Evangelio de San Juan y hace figurar la inscripción «Jesús Nazareno Rey de los Judíos» en hebreo, griego y latín. Como en el Cristo de Velázquez encontramos un rótulo idéntico, resulta razonable pensar que se trata de una aportación de Francisco Pacheco.
-La corona de espinas, que se representa muy elaborada, nos recuerda que Jesús era el Mesías y por tanto el Rey de los Judíos. Los Evangelios relatan como los soldados que flagelaron a Cristo, lo vistieron con una clámide escarlata, colocaron una caña en su mano a manera de cetro y le pusieron una corona de espinas que habían trenzado. A continuación se postraron ante él, como forma de burla. La mayor parte de los artistas representa la corona como un círculo más o menos compuesto, aunque la mayor parte de autores que se han ocupado de ella creen que más bien adoptaba la forma de un casco.
-La lanzada. En esta imagen falta, porque representa a Cristo todavía vivo. En cambio en la imagen de la Merced de Lima figura, porque se trata de un Jesús que acaba de expirar.
-El perizoma o paño de pureza. Este lienzo se justifica por motivos de pudor, pero también por el testimonio del evangelio apócrifo de Nicodemo. A lo que parece, los condenados a morir en la cruz eran ejecutados en completa desnudez, pero se argumenta que esta costumbre escandalizaría a los judío. Por otra parte, la exhibición pública de la circuncisión horrorizaba a griegos y romanos.
-Los clavos. Esta escultura testifica un antiguo debate entre los expertos y doctores de la Iglesia acerca de cómo fue crucificado Cristo, con tres clavos o con cuatro. En este caso Montañés, siguiendo los planteamientos del pintor Pacheco, se pronuncia por la segunda opción y muestra en su crucificado un clavo en cada pie, conforme habían defendido algunos doctores de la Iglesia como San Ireneo o San Justino y se recogía en los escritos de la monja visionaria sueca Santa Brígida, cuyo libro de las revelaciones fue editado a fines del siglo XV y alcanzó amplia difusión.
-El «supedaneum» o ménsula para apoyar los pies. La colocación de los clavos (y los pies) de esta escultura, hace innecesario este elemento, de ahí que no aparezca esta pieza en la obra que analizamos.
-El Gólgota. En algunas fotografías de esta escultura aparece bajo la cruz, a manera de pedestal, una masa rocosa simulada en madera y que debe ser un añadido a la obra original. Representa tel Gólgota o Monte Calvario, colina situada en las afueras de Jerusalén en la que Jesús y los ladrones fueron ajusticiados. Aunque no es éste el caso, suele ser habitual representar una calavera bajo la cruz, recordando la leyenda que afirmaba que el rey David había depositado el cráneo de Adán en este lugar.
Por último, señalemos que la crucifixión como manifestación de amor de Cristo hacia los hombres queda resaltada en la escultura que estudiamos. Recordemos que la posición de la cabeza, exigida por el propio contrato en el que se basó la elaboración de la escultura, implica que Cristo mira directamente a quien se sitúa delante de él en un plano inferior y la mirada deviene en símbolo tanto de los propios sufrimientos divinos por la especie humana como en emblema de perdón. Y por extensión el perdón se entiende concedido no sólo a quien contempla directamente a la imagen sino a la humanidad en su conjunto. La mirada del Cristo de la Clemencia es pues símbolo del amor de Dios a los hombres y, según los planteamientos cristianos, de su infinita misericordia.
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[Este comentario depende en gran medida (incorpora párrafos enteros) de otro de la misma obra, realizado por el profesor Juan Diego Caballero Oliver, catedrático de Geografía e Historia en el IES «Néstor Almendros» (Tomares, Sevilla). A continuación se reproduce un enlace hacia el comentario de esta obra de arte en el blog de este profesor.]
aprendersociales.blogspot.com.es/2008/04/el-cristo-de-la-...