JM 57
un café a media tarde
He entrado al fin en un café para guarecerme un poco. Llevo todo el día deambulando perdido por las calles, mirando y admirando; redescubriendo esta hermosa ciudad, llena de vida, que conocí casi por casualidad hace más de treinta años, y a la que el destino me ha seguido empujando de tiempo en tiempo. Tiempo en el que ambos hemos ido cambiando, creciendo.
No parece afectar mucho esta ventisca helada, tan poco hospitalaria, en el ánimo de los nativos; bien pertrechados en enormes revoltijos de lana, que prestan mil y una formas a sus cuerpos, dejando apenas entrever sus caras. Caras templadas y severas, también rostros delicados, algunos dulces, deliciosos uno. La tarde de jueves se burla del frío atroz en el viejo centro comercial de Zurich; y yo, que ya empezaba a sentirme como un esqueleto tembloroso, acabo de entrar en un café a calentarme un poco, a observar, a escribir esto...
Es uno de esos viejos cafés, típicos de la zona, amplio hasta perderse. Vetustas lámparas doradas, colgadas de un techo altísimo, confieren al interior una luz ensombrecida, como de foto subexpuesta, muy cinematográfica...una dimensión un tanto onírica, como de otro mundo, otro tiempo. Los enormes sillones, divinamente acolchados, representan una dulce recompensa donde fácilmente se podría echar una cabezadita mansa. Un hilo finísimo, amortiguado, emergiendo con delicadeza de un trío de ancianos músicos (violín, cello y piano), espolvorea con parsimonia en el ambiente una música de la época...de la época en que la hicieron, pura decadencia; pero sin molestar, amablemente.
Ya me traen el café: bandejita de plata y colosal tazón de agua emborronada, con dos estuchitos de nata en el mismo plato de la taza; a un lado de la bandeja, en otro platito, dos pastas de mantequilla con crema de cerezas y un bombón. Yo sólo había pedido un café solo, pero está bien, aquí todo resulta muy relajante. La cafeína no pega, y la suma de todas las conversaciones del salón, no llega a producir ni un amago de murmullo; es más bien un oleaje lejano, fundido con la música en sordina...Al calor de la humeante taza, hago cuenco con mis manos petrificadas, mientras voy recorriendo con desgana el panorama. La concurrencia rebosa homogeneidad y solera: multitud de ancianas emperifolladas de pieles y joyas carísimas, probablemente auténticas, dan cuenta de enormes porciones de tarta, rezumando nata y simpatía. Antiguos caballeros andantes temblorosos, pálidos, sorbiendo con desfasada elegancia un vaporoso té con limón, que les escalda la lengua y humedece sus ojos, ya de por sí acuosos. Se está bien en este lugar. No es real, pero existe. El primer sorbo me sabe a Visconti.
Un raro impulso me obliga a girar los ojos súbitamente, como si un hilo invisible tirara con fuerza de mis pestañas: una enorme mancha roja, una mata indomable de sortijas y culebras de un zanahoria brillante me llama la atención sin remedio. Enmarca un rostro insolentemente gracioso, de una belleza insultante. Una luna llena, acribillada de pecas; más dispersas hacia los contornos, más copiosas en el centro, como pintadas por una fuerza centrífuga originada justo en la punta de la nariz, pequeñita, respingona, descarada. La barbilla, de suave contorno, apenas sugerida en esa redondez de sol, cobra relieve, sin embargo, a causa de un pequeñísimo hoyuelo, apenas perceptible. Las orejas, escondidas tras los pelos, se adivinan breves y sonrosadas. Todo lo demás son lanas; colores chillones de lana por todas partes perfilan sin estridencias una geometría sinuosa y cálida. No cabe duda: un cuerpo generoso, una sana hembra de estos valles. Está sola.
Sola y algo inquieta. Ha apurado de dos tragos una jarra de cerveza y ha sacado de su bolso una pequeña libreta, para centrar de inmediato su atención en las lámparas del techo, en las baldosas del suelo, en la puerta. No tarda en pedir otra jarra y guardar la libreta sin siquiera haberla abierto. Ahora sus ojos, de un azul que deslumbra, se han olvidado del techo y no paran de posarse, de soslayo, en mi persona, tímidos, curiosos, juguetones...Para eludir preguntarme qué diablos mirará, ya que yo hago lo mismo y quizá simplemente esté mirando que la miro, me pongo a fantasear...y me invento, o mejor, adivino, que hace ya algunos años veraneaba en Ibiza; o mejor, en Torrevieja...donde comenzó a exponer al sol del mediterráneo las pequitas de su espalda y a la luna mañanera de la playa el rocío de sus ojos, mientras le iban creciendo poco a poco el alma y...y es probable que ahora esté rememberando, igual que yo remembero. O quizá simplemente curiosea, entreteniendo la espera, dejando pasar el tiempo, como yo, que también estoy solo y algo inquieto.
No me resigno, no obstante, a perderme el espectáculo. Y sostengo su mirada unos instantes sin inmutarme, sin gesto, sin intención. Instantes que ella también sostiene, no se raja, y se suceden en más instantes, uno a uno, al borde ya del dolor...Desaparecen la música y el murmullo y hasta la gente comienza a difuminarse cuando, justo al límite, se quiebra el hilo bruscamente.
Toda su cabeza roja gira sin más en dirección a la puerta por donde aparece un joven de rasgos africanos y rastas en el pelo que se le acerca con aire amistoso. Reaparecen de súbito los murmullos y las gentes. La música suena ahora algo más impertinente mientras él le impide incorporarse con una suave presión de la mano en su hombro, besándola cálidamente en los labios.
Pago mi café y salgo otra vez a la intemperie.
Zurich, invierno de 2002
un café a media tarde
He entrado al fin en un café para guarecerme un poco. Llevo todo el día deambulando perdido por las calles, mirando y admirando; redescubriendo esta hermosa ciudad, llena de vida, que conocí casi por casualidad hace más de treinta años, y a la que el destino me ha seguido empujando de tiempo en tiempo. Tiempo en el que ambos hemos ido cambiando, creciendo.
No parece afectar mucho esta ventisca helada, tan poco hospitalaria, en el ánimo de los nativos; bien pertrechados en enormes revoltijos de lana, que prestan mil y una formas a sus cuerpos, dejando apenas entrever sus caras. Caras templadas y severas, también rostros delicados, algunos dulces, deliciosos uno. La tarde de jueves se burla del frío atroz en el viejo centro comercial de Zurich; y yo, que ya empezaba a sentirme como un esqueleto tembloroso, acabo de entrar en un café a calentarme un poco, a observar, a escribir esto...
Es uno de esos viejos cafés, típicos de la zona, amplio hasta perderse. Vetustas lámparas doradas, colgadas de un techo altísimo, confieren al interior una luz ensombrecida, como de foto subexpuesta, muy cinematográfica...una dimensión un tanto onírica, como de otro mundo, otro tiempo. Los enormes sillones, divinamente acolchados, representan una dulce recompensa donde fácilmente se podría echar una cabezadita mansa. Un hilo finísimo, amortiguado, emergiendo con delicadeza de un trío de ancianos músicos (violín, cello y piano), espolvorea con parsimonia en el ambiente una música de la época...de la época en que la hicieron, pura decadencia; pero sin molestar, amablemente.
Ya me traen el café: bandejita de plata y colosal tazón de agua emborronada, con dos estuchitos de nata en el mismo plato de la taza; a un lado de la bandeja, en otro platito, dos pastas de mantequilla con crema de cerezas y un bombón. Yo sólo había pedido un café solo, pero está bien, aquí todo resulta muy relajante. La cafeína no pega, y la suma de todas las conversaciones del salón, no llega a producir ni un amago de murmullo; es más bien un oleaje lejano, fundido con la música en sordina...Al calor de la humeante taza, hago cuenco con mis manos petrificadas, mientras voy recorriendo con desgana el panorama. La concurrencia rebosa homogeneidad y solera: multitud de ancianas emperifolladas de pieles y joyas carísimas, probablemente auténticas, dan cuenta de enormes porciones de tarta, rezumando nata y simpatía. Antiguos caballeros andantes temblorosos, pálidos, sorbiendo con desfasada elegancia un vaporoso té con limón, que les escalda la lengua y humedece sus ojos, ya de por sí acuosos. Se está bien en este lugar. No es real, pero existe. El primer sorbo me sabe a Visconti.
Un raro impulso me obliga a girar los ojos súbitamente, como si un hilo invisible tirara con fuerza de mis pestañas: una enorme mancha roja, una mata indomable de sortijas y culebras de un zanahoria brillante me llama la atención sin remedio. Enmarca un rostro insolentemente gracioso, de una belleza insultante. Una luna llena, acribillada de pecas; más dispersas hacia los contornos, más copiosas en el centro, como pintadas por una fuerza centrífuga originada justo en la punta de la nariz, pequeñita, respingona, descarada. La barbilla, de suave contorno, apenas sugerida en esa redondez de sol, cobra relieve, sin embargo, a causa de un pequeñísimo hoyuelo, apenas perceptible. Las orejas, escondidas tras los pelos, se adivinan breves y sonrosadas. Todo lo demás son lanas; colores chillones de lana por todas partes perfilan sin estridencias una geometría sinuosa y cálida. No cabe duda: un cuerpo generoso, una sana hembra de estos valles. Está sola.
Sola y algo inquieta. Ha apurado de dos tragos una jarra de cerveza y ha sacado de su bolso una pequeña libreta, para centrar de inmediato su atención en las lámparas del techo, en las baldosas del suelo, en la puerta. No tarda en pedir otra jarra y guardar la libreta sin siquiera haberla abierto. Ahora sus ojos, de un azul que deslumbra, se han olvidado del techo y no paran de posarse, de soslayo, en mi persona, tímidos, curiosos, juguetones...Para eludir preguntarme qué diablos mirará, ya que yo hago lo mismo y quizá simplemente esté mirando que la miro, me pongo a fantasear...y me invento, o mejor, adivino, que hace ya algunos años veraneaba en Ibiza; o mejor, en Torrevieja...donde comenzó a exponer al sol del mediterráneo las pequitas de su espalda y a la luna mañanera de la playa el rocío de sus ojos, mientras le iban creciendo poco a poco el alma y...y es probable que ahora esté rememberando, igual que yo remembero. O quizá simplemente curiosea, entreteniendo la espera, dejando pasar el tiempo, como yo, que también estoy solo y algo inquieto.
No me resigno, no obstante, a perderme el espectáculo. Y sostengo su mirada unos instantes sin inmutarme, sin gesto, sin intención. Instantes que ella también sostiene, no se raja, y se suceden en más instantes, uno a uno, al borde ya del dolor...Desaparecen la música y el murmullo y hasta la gente comienza a difuminarse cuando, justo al límite, se quiebra el hilo bruscamente.
Toda su cabeza roja gira sin más en dirección a la puerta por donde aparece un joven de rasgos africanos y rastas en el pelo que se le acerca con aire amistoso. Reaparecen de súbito los murmullos y las gentes. La música suena ahora algo más impertinente mientras él le impide incorporarse con una suave presión de la mano en su hombro, besándola cálidamente en los labios.
Pago mi café y salgo otra vez a la intemperie.
Zurich, invierno de 2002