rafa59(II)
El Ballet de los Amantes Invisibles. (II) Andrés Bianque
Las venas preparan un té sanguíneo para entibiar sus manos entumecidas. Cierto pesado adoquín se instala sobre el nido de su pecho, losa inamovible pero suavizada y amaestrada con el andar del tiempo.
Luego vienen dos pasos más, luego tres, y sin más preludios ya está instalado sobre el teatro del mundo.
Un tambor de ruedas metálicas viene orquestando desde antes su presencia. Corre por entre las avenidas la hélice popular domesticada para tales eventos.
Lleva las manos firmemente agarradas al pasamano del carretón, barandilla afinada con el acorde diario de sus dedos de mármol ceniciento.
Carreta sin caballos, ni burros, ni bueyes, ni reyes.
El balance perfecto, la brújula maestra adosada a su pecho, a sus pechos. Los hombros son dos engranajes que se mueven precisos, certeros y perfectos al compás de las manivelas de los brazos. La carga insiste en arrojarlo contra las copas de los árboles, otras, insiste en hundirlo como un clavo de ligamentos sobre el suelo.
Ducho en la lucha contra esta mole indiferente, no le cuesta mucho domesticar este párrafo de fierros, palos, ruedas y tuercas.
Y de pronto, un salto pequeño pero infinito. Eleva el tronco majestuoso desafiando el viento y la mañana. Es una caracola terrestre que se abre paso entre una multitud de gotas de lluvia, que corta a machete de torso indómito el cendal de la niebla matutina.
El Ballet de los Amantes Invisibles. (II) Andrés Bianque
Las venas preparan un té sanguíneo para entibiar sus manos entumecidas. Cierto pesado adoquín se instala sobre el nido de su pecho, losa inamovible pero suavizada y amaestrada con el andar del tiempo.
Luego vienen dos pasos más, luego tres, y sin más preludios ya está instalado sobre el teatro del mundo.
Un tambor de ruedas metálicas viene orquestando desde antes su presencia. Corre por entre las avenidas la hélice popular domesticada para tales eventos.
Lleva las manos firmemente agarradas al pasamano del carretón, barandilla afinada con el acorde diario de sus dedos de mármol ceniciento.
Carreta sin caballos, ni burros, ni bueyes, ni reyes.
El balance perfecto, la brújula maestra adosada a su pecho, a sus pechos. Los hombros son dos engranajes que se mueven precisos, certeros y perfectos al compás de las manivelas de los brazos. La carga insiste en arrojarlo contra las copas de los árboles, otras, insiste en hundirlo como un clavo de ligamentos sobre el suelo.
Ducho en la lucha contra esta mole indiferente, no le cuesta mucho domesticar este párrafo de fierros, palos, ruedas y tuercas.
Y de pronto, un salto pequeño pero infinito. Eleva el tronco majestuoso desafiando el viento y la mañana. Es una caracola terrestre que se abre paso entre una multitud de gotas de lluvia, que corta a machete de torso indómito el cendal de la niebla matutina.