_Moments_
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En fin, se decía de ambos lo que las gentes dicen siempre de los demás para contrarrestar –sin duda- lo que de ellas mismas se dice.
No obstante, todavía hay hombres de Estado que hablan de “paz universal” y de “supresión de las guerras”.
El número de camellos es infinito...
Por asco que se tenga al lodo es imposible cruzar un charco sin enlodarse. Por nobles que fueran Palmera y Federico tenían que envilecerse algo al contacto con sus amistades.
Y algo se envilecieron, puesto que perdieron el valor.
El pensaba:
-Dicen de ella esto y lo otro... Es mentira, me consta, pero lo dicen y lo creerán todos. Estoy en evidencia.
Ella pensaba:
-Le menosprecian... Yo sé cuanto valen su cerebro y su corazón, pero lo menosprecian. Quizá estoy en ridículo.
A fuerza de felicidad llegaban a la desdicha; su propio entusiasmo iba a engendrar la frialdad; el “primer plano” del amor iba a fundir sobre el “primer plano” del odio.
Eran un Tristán y una Isolda que no sabían despreciar todo lo que debe despreciarse. Y su falta de valor, su cobardía, aquel principio de envilecimiento les hizo tristes, suspicaces, irritables y desventurados. Comenzaron a descubrirse defectos y a echárselos en cara. Eran defectos existentes pues la perfección no es de este mundo (ni del mundo de las finanzas).
Pero precisamente el valor consiste en olvidar los defectos ajenos y en no ocultar los propios. Y ya se ha dicho que ellos habían perdido valor.
(...) Los enamorados son como los relojes: alguien les da cuerda y andan sin saber por qué. Al fin, un día el resorte principal se rompe dentro de ellos; entonces se les lleva a casa del relojero y el relojero se encarga de estropearlos del todo; en adelante, ya jamás recuperarán el equilibrio perdido, y van a parar al Rastro donde son puestos en venta y adquiridos por un caprichoso cualquiera.
Enrique Jardiel Poncela (Espérame en Siberia, vida mía!, págs. 105, 106 y 107)
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En fin, se decía de ambos lo que las gentes dicen siempre de los demás para contrarrestar –sin duda- lo que de ellas mismas se dice.
No obstante, todavía hay hombres de Estado que hablan de “paz universal” y de “supresión de las guerras”.
El número de camellos es infinito...
Por asco que se tenga al lodo es imposible cruzar un charco sin enlodarse. Por nobles que fueran Palmera y Federico tenían que envilecerse algo al contacto con sus amistades.
Y algo se envilecieron, puesto que perdieron el valor.
El pensaba:
-Dicen de ella esto y lo otro... Es mentira, me consta, pero lo dicen y lo creerán todos. Estoy en evidencia.
Ella pensaba:
-Le menosprecian... Yo sé cuanto valen su cerebro y su corazón, pero lo menosprecian. Quizá estoy en ridículo.
A fuerza de felicidad llegaban a la desdicha; su propio entusiasmo iba a engendrar la frialdad; el “primer plano” del amor iba a fundir sobre el “primer plano” del odio.
Eran un Tristán y una Isolda que no sabían despreciar todo lo que debe despreciarse. Y su falta de valor, su cobardía, aquel principio de envilecimiento les hizo tristes, suspicaces, irritables y desventurados. Comenzaron a descubrirse defectos y a echárselos en cara. Eran defectos existentes pues la perfección no es de este mundo (ni del mundo de las finanzas).
Pero precisamente el valor consiste en olvidar los defectos ajenos y en no ocultar los propios. Y ya se ha dicho que ellos habían perdido valor.
(...) Los enamorados son como los relojes: alguien les da cuerda y andan sin saber por qué. Al fin, un día el resorte principal se rompe dentro de ellos; entonces se les lleva a casa del relojero y el relojero se encarga de estropearlos del todo; en adelante, ya jamás recuperarán el equilibrio perdido, y van a parar al Rastro donde son puestos en venta y adquiridos por un caprichoso cualquiera.
Enrique Jardiel Poncela (Espérame en Siberia, vida mía!, págs. 105, 106 y 107)