_Moments_
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Aunque me agrada tener muchos conocidos, sólo deseo la amistad íntima de unos pocos. Me gustaría obtener la amistad del hombre de negro, a quien he mencionado con frecuencia, porque es dueño de mi estimación. Sus modales, es verdad, están teñidos por algunas extrañas inconsistencias, y con justicia podría llamárselo humorista en una nación de humoristas. Aunque es generoso hasta la prodigalidad, quiere que lo tengan por prodigio de mezquindad y prudencia; aunque su conversación esté repleta de máximas, las más avarientas y egoístas, su corazón está dilatado por el amor infinito. Lo he visto declararse misántropo, cuando sus mejillas ardían de compasión; y lo he oído emplear el lenguaje de la más ilimitada malevolencia, mientras la piedad enternecía sus ademanes. Algunos afectan benevolencia y ternura, otros alardean haber nacido con esas tendencias; pero él es el único hombre que he conocido que pareciera avergonzado de su benevolencia natural. Se empeña tanto en ocultar sus sentimientos como cualquier hipócrita en encubrir su indiferencia; pero en un momento de descuido la máscara cae y lo revela al observado más superficial.
(...) Como había algo bueno contra su voluntad en el carácter de mi amigo, debo confesar que me sorprendía saber sus motivos para ocultar de esa manera virtudes que otros tanto se empeñan en exhibir. No pude reprimir mi deseo de conocer la historia de un hombre que parecía actuar bajo una continua sujeción y cuya benevolencia era más bien efecto de anhelo que de razón.
Sin embargo, sólo después de repetidas instancias creyó conveniente satisfacer mi curiosidad.
(...) Mi padre, el hijo más joven de una buena familia, era dueño de un pequeño beneficio eclesiástico. Su educación estaba por encima de su fortuna, y su generosidad era mayor que su educación. A pesar de ser pobre tenía aduladores, que eran aún más pobres que él; por cada comida que él daba, ellos le devolvían un equivalente en alabanzas; y ello era todo lo que él quería. (...) Así, el placer que recibía aumentaba en proporción al placer que daba; él amaba a todo el mundo, y se imaginaba que todo el mundo lo amaba.
Como su fortuna era pequeña, gastaba todo lo que ella le permitía; no tenía la intención de dejar dinero a sus hijos, porque eso era cosa superflua; había resuelto que ellos debían adquirir saber; porque el saber, solía observar, era mejor que la plata o el oro. Con este propósito se comprometió a instruirnos por su cuenta; y se empeño tanto en formar nuestra moral como en mejorar nuestro entendimiento. Se nos dijo que la benevolencia universal era lo primero que mantenía fuertemente unida a la sociedad; se nos enseño a mirar como propias todas las necesidades de los hombres; a contemplar con afecto y estima al divino rostro humano; nos montó para ser meras máquinas de piedad, y nos hizo incapaces de soportar el menor impulso provocado por la congoja, fuera real o ficticia: en una palabra, se nos instruyó a la perfección en el arte de dar miles antes de enseñarnos los requisitos más necesarios para ganar un cuarto de penique.
(...) A los siete años de haber entrado a vivir en el colegio, murió mi padre, dejándome... su bendición. Así alejado de la costa, sin malevolencia que me protegiera, o astucia que me guiara, o provisiones adecuadas para subsistir en viaje tan peligroso, me vi obligado a embarcarme en el ancho mundo a los veintidós años. Pero, a fin de asegurarme la vida, mis amigos me aconsejaron (porque siempre dan consejos cuando empiezan a menospreciarnos), me aconsejaron, digo, que tomara los hábitos.
(...) Un clérigo en Inglaterra no es la misma mortificada criatura que un bonzo en la China; entre nosotros se estima que quien sabe vivir mejor no es quien mejor ayuna, sino quien mejor come; sin embargo, yo deseché una vida de lujo, indolencia y tranquilidad, sólo por adolescentes consideraciones sobre la manera de vestir. De ese modo mis amigos se sentían perfectamente convencidos de que yo estaba arruinado; y, sin embargo, pensaban que era una lástima en quien era incapaz de hacerle el menor mal a nadie y tenía tan buen corazón.
La pobreza, naturalmente, engendra dependencia, y se me admitió como adulador de un gran hombre. Al principio me sorprendió que pudiera tenerse por desagradable el empleo de adulador en la mesa de un gran hombre; no había muchos inconvenientes para escuchar con atención cuando hablaba su señoría y reír cuando su mirada buscaba el aplauso. Hasta los buenos modales me habían obligado a hacerlo. Descubrí, sin embargo, demasiado pronto, que su señoría era más zopenco que yo; y desde ese mismo momento se acabó la adulación. Yo trataba ahora más bien de enmendarlo que de recibir sumisamente sus absurdos: adular a quienes no conocemos es tarea fácil; pero adular a nuestras relaciones íntimas, todas cuyas flaquezas se presentan poderosamente ante nuestros ojos, es faena insoportable. (...) Al mismo tiempo, mi patrón se complacía graciosamente en observar su creencia de que yo era de tolerable buen corazón, e incapaz de hacerle el menor daño a nadie.
Desengañada mi ambición, recurrí al amor. (...) La señorita escuchó mi proposición con serenidad, pareciendo estudiar al mismo tiempo las figuras de su abanico. Al fin se reveló. No había sino una pequeña objeción para completar nuestra felicidad: y no era más que... ¡que hacía tres meses se había casado con el señor Shrimp, el de los zapatos de tacón alto! A modo de consuelo, no obstante, me dijo, como ella me había defraudado, mis galanteos encenderían la sensibilidad de su tía pues la anciana dama siempre admitió que yo tenía muy buen corazón, y que no era capaz de hacerle el menor mal a nadie.
Todavía me quedaban amigos, sin embargo, numerosos amigos, y a ellos resolví acudir. ¡Oh, amistad! (...)¡desengaño! Mi primera petición fue a un escribano de la ciudad, quien con frecuencia se había ofrecido a prestarme dinero, cuando sabía que yo no lo necesitaba. Le informé que había llegado el momento de poner a prueba su amistad; que quería pedir prestado un par de cientos por cierto motivo y que me había decidido a aceptar su ofrecimiento.
-Y decidme, señor -exclamó mi amigo-, ¿necesitáis todo este dinero?
-En verdad, pues nunca lo necesité más que ahora -le respondí.
-Lo siento entonces -exclamó el escribano-, lo siento de todo corazón; porque quienes necesitan dinero cuando vienen a pedir prestado, siempre han de necesitar dinero cuando debieran venir a pagarlo.
De allí corrí indignado a uno de los mejores amigos que tenía en el mundo, y le hice el mismo pedido.
(...) Veamos, ¿queréis doscientas libras? ¿Sólo doscientas queréis, señor, exactamente?
-A decir verdad -le respondí-, necesitaría trescientas; pero tengo otro amigo, a quien puedo pedirle prestado el resto.
-Pues entonces -replicó mi amigo-, si queréis seguir mi consejo (y bien sabéis que no me atrevería a aconsejaros si no fuera por vuestro propio bien), os recomendaría que le pidierais prestada toda la suma a ese otro amigo, pues así un pagaré os serviría para todo.
Y entonces la pobreza empezó a alcanzarme rápidamente; sin embargo, en vez de volverme más próvido y prudente a medida que avanzaba mi pobreza, era cada día más indolente y más cándido. Arrestaron a un amigo mío por cincuenta libras; yo no podía sacarlo del embrollo más que convirtiéndome en su fiador. Una vez en libertad huyó de los acreedores, dejándome en su lugar: en prisión esperaba satisfacciones mayores de las que había gozado en libertad. Esperaba que en este mundo nuevo conversaría con hombres ingenuos y crédulos como yo; pero los encontré tan astutos y prudentes como los del mundo que había dejado detrás. Me chuparon el dinero, mientras lo hubo, me pidieron prestadas mis brasas y nunca me las devolvieron, y me trampearon cuando jugué a los naipes. Y todo porque me creían de muy buen corazón, y sabían que era incapaz de hacerle mal a nadie.
Cuando entré por primera vez en esta mansión, que es para algunos la morada de la desesperación, no experimenté sensaciones diferentes de las que había sentido fuera. Yo estaba ahora de un lado de la puerta, y los que no estaban confinados estaban del otro; ésa era toda la diferencia entre nosotros. Al principio, es verdad, sentí cierta inquietud, al considerar cómo podría prepararme en esta semana para enfrentar a las necesidades de la semana siguiente; pero, al cabo de un tiempo, si un día tenía la comida asegurada, nunca me tomaba la molestia de pensar en cómo abastecer el siguiente. Aprovechaba todas mis precarias comidas con el mejor de los humores; no permitía la menor expresión de tristeza por mi situación; nunca le pedí al Cielo ni a las estrellas que contemplaran mi comida, medio penique de rábanos; hasta mis compañeros aprendieron a creer que me gustaba más la ensalada que el cordero. Yo me consolaba pensando que toda mi vida comería pan blanco o negro; estimaba que todo lo que ocurría era para mejor; reía cuando no tenía dolores, tomaba el mundo como era, y leía a Tácito con frecuencia, por falta de más libros y acompañantes.
No puedo decir cuánto tiempo hubiera continuado en esta aletergada condición de simpleza, de no haberme transformado al ver a un antiguo conocido, a quien yo conocía como prudente mentecato, lo habían ascendido a un puesto en el gobierno. Descubrí entonces que había seguido un rumbo equivocado y que el verdadero camino de capacitarme para ayudar a otros era tratar primero de lograr una posición holgada para mí; mi preocupación inmediata, pues, fue cambiar de domicilio y efectuar una reforma total en mi conducta y comportamiento. Cambie un proceder libre, abierto y de buena fe, por uno de estrechez, prudencia y economía. Uno de los actos más heroicos que llevé a cabo, y del cual me alabaré toda la vida, fue rehusar media corona a un viejo conocido, cuando él realmente la necesitaba y yo podía disponer de ella; por esto solamente merezco una ovación por decreto.
Entonces, pues, seguí un método de ininterrumpida frugalidad; rara vez necesitaba una cena y, en consecuencia, me invitaban a veinte. Pronto empecé a adquirir renombre de avaro ahorrativo con dinero, y lentamente fui ganando estimación. Los vecinos me han pedido consejo para la disposición de sus hijas; y siempre me ha cuidado de no darlo. He contraído la amistad de un regidor sólo por observar que si a mil libras le quitamos un cuarto de penique, dejarán de ser mil libras. Me han invitado a la mesa de un usurero porque afirmé odiar la salsa; y estoy ahora a punto de firmar pacto matrimonial con una viuda adinerada, sólo por haber observado que el pan estaba subiendo. Si se me hace una pregunta, sepa o no la respuesta, en vez de hablar, sonrío y pongo cara de discreto. Si se propone una limosna, paso mi sombrero, pero no pongo nada. Si un infeliz implora mi compasión, observo que el mundo está lleno de impostores, y adopto cierto método para no ser engañado, no socorriendo a ninguno. En resumen, descubro ahora que el camino más cierto para obtener la estimación, aun del indigente, es no dar nada, y así, tener mucho en nuestro poder para dar.
(Ensayistas ingleses/El hombre de negro) Oliver Goldsmith
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Aunque me agrada tener muchos conocidos, sólo deseo la amistad íntima de unos pocos. Me gustaría obtener la amistad del hombre de negro, a quien he mencionado con frecuencia, porque es dueño de mi estimación. Sus modales, es verdad, están teñidos por algunas extrañas inconsistencias, y con justicia podría llamárselo humorista en una nación de humoristas. Aunque es generoso hasta la prodigalidad, quiere que lo tengan por prodigio de mezquindad y prudencia; aunque su conversación esté repleta de máximas, las más avarientas y egoístas, su corazón está dilatado por el amor infinito. Lo he visto declararse misántropo, cuando sus mejillas ardían de compasión; y lo he oído emplear el lenguaje de la más ilimitada malevolencia, mientras la piedad enternecía sus ademanes. Algunos afectan benevolencia y ternura, otros alardean haber nacido con esas tendencias; pero él es el único hombre que he conocido que pareciera avergonzado de su benevolencia natural. Se empeña tanto en ocultar sus sentimientos como cualquier hipócrita en encubrir su indiferencia; pero en un momento de descuido la máscara cae y lo revela al observado más superficial.
(...) Como había algo bueno contra su voluntad en el carácter de mi amigo, debo confesar que me sorprendía saber sus motivos para ocultar de esa manera virtudes que otros tanto se empeñan en exhibir. No pude reprimir mi deseo de conocer la historia de un hombre que parecía actuar bajo una continua sujeción y cuya benevolencia era más bien efecto de anhelo que de razón.
Sin embargo, sólo después de repetidas instancias creyó conveniente satisfacer mi curiosidad.
(...) Mi padre, el hijo más joven de una buena familia, era dueño de un pequeño beneficio eclesiástico. Su educación estaba por encima de su fortuna, y su generosidad era mayor que su educación. A pesar de ser pobre tenía aduladores, que eran aún más pobres que él; por cada comida que él daba, ellos le devolvían un equivalente en alabanzas; y ello era todo lo que él quería. (...) Así, el placer que recibía aumentaba en proporción al placer que daba; él amaba a todo el mundo, y se imaginaba que todo el mundo lo amaba.
Como su fortuna era pequeña, gastaba todo lo que ella le permitía; no tenía la intención de dejar dinero a sus hijos, porque eso era cosa superflua; había resuelto que ellos debían adquirir saber; porque el saber, solía observar, era mejor que la plata o el oro. Con este propósito se comprometió a instruirnos por su cuenta; y se empeño tanto en formar nuestra moral como en mejorar nuestro entendimiento. Se nos dijo que la benevolencia universal era lo primero que mantenía fuertemente unida a la sociedad; se nos enseño a mirar como propias todas las necesidades de los hombres; a contemplar con afecto y estima al divino rostro humano; nos montó para ser meras máquinas de piedad, y nos hizo incapaces de soportar el menor impulso provocado por la congoja, fuera real o ficticia: en una palabra, se nos instruyó a la perfección en el arte de dar miles antes de enseñarnos los requisitos más necesarios para ganar un cuarto de penique.
(...) A los siete años de haber entrado a vivir en el colegio, murió mi padre, dejándome... su bendición. Así alejado de la costa, sin malevolencia que me protegiera, o astucia que me guiara, o provisiones adecuadas para subsistir en viaje tan peligroso, me vi obligado a embarcarme en el ancho mundo a los veintidós años. Pero, a fin de asegurarme la vida, mis amigos me aconsejaron (porque siempre dan consejos cuando empiezan a menospreciarnos), me aconsejaron, digo, que tomara los hábitos.
(...) Un clérigo en Inglaterra no es la misma mortificada criatura que un bonzo en la China; entre nosotros se estima que quien sabe vivir mejor no es quien mejor ayuna, sino quien mejor come; sin embargo, yo deseché una vida de lujo, indolencia y tranquilidad, sólo por adolescentes consideraciones sobre la manera de vestir. De ese modo mis amigos se sentían perfectamente convencidos de que yo estaba arruinado; y, sin embargo, pensaban que era una lástima en quien era incapaz de hacerle el menor mal a nadie y tenía tan buen corazón.
La pobreza, naturalmente, engendra dependencia, y se me admitió como adulador de un gran hombre. Al principio me sorprendió que pudiera tenerse por desagradable el empleo de adulador en la mesa de un gran hombre; no había muchos inconvenientes para escuchar con atención cuando hablaba su señoría y reír cuando su mirada buscaba el aplauso. Hasta los buenos modales me habían obligado a hacerlo. Descubrí, sin embargo, demasiado pronto, que su señoría era más zopenco que yo; y desde ese mismo momento se acabó la adulación. Yo trataba ahora más bien de enmendarlo que de recibir sumisamente sus absurdos: adular a quienes no conocemos es tarea fácil; pero adular a nuestras relaciones íntimas, todas cuyas flaquezas se presentan poderosamente ante nuestros ojos, es faena insoportable. (...) Al mismo tiempo, mi patrón se complacía graciosamente en observar su creencia de que yo era de tolerable buen corazón, e incapaz de hacerle el menor daño a nadie.
Desengañada mi ambición, recurrí al amor. (...) La señorita escuchó mi proposición con serenidad, pareciendo estudiar al mismo tiempo las figuras de su abanico. Al fin se reveló. No había sino una pequeña objeción para completar nuestra felicidad: y no era más que... ¡que hacía tres meses se había casado con el señor Shrimp, el de los zapatos de tacón alto! A modo de consuelo, no obstante, me dijo, como ella me había defraudado, mis galanteos encenderían la sensibilidad de su tía pues la anciana dama siempre admitió que yo tenía muy buen corazón, y que no era capaz de hacerle el menor mal a nadie.
Todavía me quedaban amigos, sin embargo, numerosos amigos, y a ellos resolví acudir. ¡Oh, amistad! (...)¡desengaño! Mi primera petición fue a un escribano de la ciudad, quien con frecuencia se había ofrecido a prestarme dinero, cuando sabía que yo no lo necesitaba. Le informé que había llegado el momento de poner a prueba su amistad; que quería pedir prestado un par de cientos por cierto motivo y que me había decidido a aceptar su ofrecimiento.
-Y decidme, señor -exclamó mi amigo-, ¿necesitáis todo este dinero?
-En verdad, pues nunca lo necesité más que ahora -le respondí.
-Lo siento entonces -exclamó el escribano-, lo siento de todo corazón; porque quienes necesitan dinero cuando vienen a pedir prestado, siempre han de necesitar dinero cuando debieran venir a pagarlo.
De allí corrí indignado a uno de los mejores amigos que tenía en el mundo, y le hice el mismo pedido.
(...) Veamos, ¿queréis doscientas libras? ¿Sólo doscientas queréis, señor, exactamente?
-A decir verdad -le respondí-, necesitaría trescientas; pero tengo otro amigo, a quien puedo pedirle prestado el resto.
-Pues entonces -replicó mi amigo-, si queréis seguir mi consejo (y bien sabéis que no me atrevería a aconsejaros si no fuera por vuestro propio bien), os recomendaría que le pidierais prestada toda la suma a ese otro amigo, pues así un pagaré os serviría para todo.
Y entonces la pobreza empezó a alcanzarme rápidamente; sin embargo, en vez de volverme más próvido y prudente a medida que avanzaba mi pobreza, era cada día más indolente y más cándido. Arrestaron a un amigo mío por cincuenta libras; yo no podía sacarlo del embrollo más que convirtiéndome en su fiador. Una vez en libertad huyó de los acreedores, dejándome en su lugar: en prisión esperaba satisfacciones mayores de las que había gozado en libertad. Esperaba que en este mundo nuevo conversaría con hombres ingenuos y crédulos como yo; pero los encontré tan astutos y prudentes como los del mundo que había dejado detrás. Me chuparon el dinero, mientras lo hubo, me pidieron prestadas mis brasas y nunca me las devolvieron, y me trampearon cuando jugué a los naipes. Y todo porque me creían de muy buen corazón, y sabían que era incapaz de hacerle mal a nadie.
Cuando entré por primera vez en esta mansión, que es para algunos la morada de la desesperación, no experimenté sensaciones diferentes de las que había sentido fuera. Yo estaba ahora de un lado de la puerta, y los que no estaban confinados estaban del otro; ésa era toda la diferencia entre nosotros. Al principio, es verdad, sentí cierta inquietud, al considerar cómo podría prepararme en esta semana para enfrentar a las necesidades de la semana siguiente; pero, al cabo de un tiempo, si un día tenía la comida asegurada, nunca me tomaba la molestia de pensar en cómo abastecer el siguiente. Aprovechaba todas mis precarias comidas con el mejor de los humores; no permitía la menor expresión de tristeza por mi situación; nunca le pedí al Cielo ni a las estrellas que contemplaran mi comida, medio penique de rábanos; hasta mis compañeros aprendieron a creer que me gustaba más la ensalada que el cordero. Yo me consolaba pensando que toda mi vida comería pan blanco o negro; estimaba que todo lo que ocurría era para mejor; reía cuando no tenía dolores, tomaba el mundo como era, y leía a Tácito con frecuencia, por falta de más libros y acompañantes.
No puedo decir cuánto tiempo hubiera continuado en esta aletergada condición de simpleza, de no haberme transformado al ver a un antiguo conocido, a quien yo conocía como prudente mentecato, lo habían ascendido a un puesto en el gobierno. Descubrí entonces que había seguido un rumbo equivocado y que el verdadero camino de capacitarme para ayudar a otros era tratar primero de lograr una posición holgada para mí; mi preocupación inmediata, pues, fue cambiar de domicilio y efectuar una reforma total en mi conducta y comportamiento. Cambie un proceder libre, abierto y de buena fe, por uno de estrechez, prudencia y economía. Uno de los actos más heroicos que llevé a cabo, y del cual me alabaré toda la vida, fue rehusar media corona a un viejo conocido, cuando él realmente la necesitaba y yo podía disponer de ella; por esto solamente merezco una ovación por decreto.
Entonces, pues, seguí un método de ininterrumpida frugalidad; rara vez necesitaba una cena y, en consecuencia, me invitaban a veinte. Pronto empecé a adquirir renombre de avaro ahorrativo con dinero, y lentamente fui ganando estimación. Los vecinos me han pedido consejo para la disposición de sus hijas; y siempre me ha cuidado de no darlo. He contraído la amistad de un regidor sólo por observar que si a mil libras le quitamos un cuarto de penique, dejarán de ser mil libras. Me han invitado a la mesa de un usurero porque afirmé odiar la salsa; y estoy ahora a punto de firmar pacto matrimonial con una viuda adinerada, sólo por haber observado que el pan estaba subiendo. Si se me hace una pregunta, sepa o no la respuesta, en vez de hablar, sonrío y pongo cara de discreto. Si se propone una limosna, paso mi sombrero, pero no pongo nada. Si un infeliz implora mi compasión, observo que el mundo está lleno de impostores, y adopto cierto método para no ser engañado, no socorriendo a ninguno. En resumen, descubro ahora que el camino más cierto para obtener la estimación, aun del indigente, es no dar nada, y así, tener mucho en nuestro poder para dar.
(Ensayistas ingleses/El hombre de negro) Oliver Goldsmith