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Pocas vidas tan azarosas como la de Bierce. Eleva el humor negro a la categoría de bellas artes. Ataca a diestro y siniestro, sin medias tintas ni contemplaciones, a los poetas aficionados, a los políticos corruptos, a los curas sermoneadores y a los pesados, a los prestamistas; en fin, a todo el que se le pone por delante. Por eso será Ambrose Bierce uno de los más agudos y odiados periodistas de su tiempo. No deja títere con cabeza. William Randolph Hearst lo telefonea:

—Soy del San Francisco Examiner —se presenta con su voz aflautada.

—Ah, ya, ¿trabaja usted para el señor Hearst?

—Soy el señor Hearst.

Pocos días después Bierce, que morirá un poco al estilo de sus cuentos, como combatiente junto a las tropas de Pancho Villa en México, en el cerco de Ojinaga en 1914, reanuda para Hearst su Diccionario del Diablo, uno de los más malévolos textos que se han publicado nunca. Se abre el diccionario con la palabra "Abandonado": "El que no tiene favores que otorgar. Desprovisto de fortuna. Amigo de la verdad y el sentido común". Termina con "Zeus": "Rey de los dioses griegos, adorado por los romanos, como Júpiter, y por los norteamericanos, como Dios, Oro, Plebe y Perro". Del patriotismo opina lo siguiente: "Basura combustible dispuesta a arder para iluminar el nombre de cualquier ambicioso".

En el prólogo al corrosivo Diccionario del Diablo, el escritor José María Álvarez traza un gráfico bosquejo de la increíble vida de Ambrose Bierce, que más bien parece el guión de una película de Peckinpah:

A los cinco años, jugando con un hacha, cortó el pie izquierdo de su hermano mayor. A los once, bajo el desamparo de una sequía irremediable, asiste al suicidio de su padre que se ahorca. En muy pocos meses sucesivos contemplará mudo el derrumbamiento de su apellido: su madre escapa con un pistolero de caravanas; su hermano Albert, el mutilado, se hace jesuita; otro hermano entrará de forzudo en un circo, perdiéndose su rastro en las afueras de La Habana; su hermana Cleopatra deviene misionera en una congregación de redencionistas africanas y termina devorada por sus feligreses. Su único protector, su tío Lucius Veras, pirata y decorador, sucumbe en Canadá con toda la tripulación del Raquel. Sólo en el mundo es acogido por una tía cuáquera y solterona. Se alista en el ejército de la Confederación, donde resulta herido en una de las muchas batallas en las que toma parte. Se casa con una mestiza chiricagua, viaja a Europa, a Bosnia, conoce al anarquista Bakunin en Estambul y juntos parten hacia Roma con la idea de asesinar al papa Pío IX, el mismo pontífice que en una audiencia concedida a Phoebe y al niño Hearst pone las manos sobre la cabeza del futuro editor y le bendice. ¿Le contaría su madre que fue bautizado por error en la Iglesia católica? La policía pisa los talones de Ambrose Bierce y del principal teórico del anarquismo. El escritor embarca hacia EE UU. Abandona a su mujer, enamorándose perdidamente de una actriz que lo deja en Boston. Bierce se entrega al alcohol. "Renuncia a su carrera", escribe Álvarez, "se dedica a vivir de prestado. Sus hijos: uno muere en una pelea de taberna y otro por una sobredosis de cocaína". No es extraño que Bierce escondiera gatos en la barriga, pero Hearst está encantado con él.

(Yo pondré la guerra, págs. 80 y 81) Manuel Leguineche

 

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Uploaded on October 13, 2025
Taken on August 10, 2018