Salvador Arellano Torres
Por tierras de Bihar
POR TIERRAS DE BIHAR
En el estado indio de Bihar, fronterizo con Nepal, cerca del 85% de la población vive en zonas rurales, a menudo sin luz ni agua corriente. A pesar de la violencia maoísta y la pobreza extrema, los campesinos luchan por salir adelante en estas tierras fértiles.
Faltan pocos kilómetros para entrar en Bihar y en la aldea Fatehpur Kaisan suenan los tambores y trompetas. Putani Yaday, de la casta de los ganaderos, ha vencido en las elecciones municipales y el pueblo lo celebra. Una gran procesión de seguidores canta y baila al ritmo de la música que suena desde una carroza decorada con fotos de Shahrukh Khan y Aishwarya Rai, superestrellas de Bollywood. El vencedor pasea orgulloso con su pecho hinchado por decenas de guirnaldas de flores y no para de recibir llamadas de felicitación. A Putani le ha bastado el apoyo de 482 de los más de 2.000 habitantes del pueblo. El otro candidato quedó descalificado por comprar votos y ahora camina colgado del hombro de un amigo con cara desencajada y muestras de ebriedad. Ajeno a la fiesta, un niño bien peinado que no levanta un metro del suelo come meticulosamente un trozo de poliespan.
Viajo por Bihar, situado al noreste de la India y uno de los estados más poblados y pobres del país. Es época electoral y el ejército vigila en las carreteras. La amenaza maoísta de boicotear las elecciones, que tienen lugar durante el mes de octubre, obliga a reforzar la seguridad. Hace una semana 8 personas murieron en el pueblo de Pachokhar al explotar una bomba y hace tres días los guerrilleros ejecutaron a un informante policial en el distrito de Kanker. Nada más cruzar la frontera de Bihar con Uttar Pradesh, se perciben las dificultades materiales de un estado en donde cerca del 85% de la población vive en zonas rurales. Los policías encargados de cobrar el arancel aduanero visten un uniforme azul desvaído y sucio con el escudo mal bordado. Durante horas, la carretera secundaria que une la frontera con la capital de la región –Patna- no pasa por ninguna ciudad grande; y las mayores industrias son canteras de piedras grises entre los arrozales. La mayoría de poblaciones pueden clasificarse en dos tipos: las situadas en la carretera y las que se adentran en el campo. Los “pueblos en ruta” se organizan en torno a las carreteras secundarias, los ríos modernos que permiten la comunicación y proporcionan los recursos.
En estos pueblos, las casas de ladrillo se mezclan con chabolas -construidas con todo tipo de materiales como plásticos, chapas reutilizadas y madera- que son en su mayoría pequeños negocios: ventas de té, fruterías o talleres mecánicos al aire libre. Pero, al menos en esta época, lo que más caracteriza a muchos de estos pueblos es su tono renegrido y su mal olor, hedor más bien, que se desprende de grandes acumulaciones de basura encharcadas por los restos del mozón que arrasó Bihar el pasado septiembre. Se forma así un paisaje en el que las islas de basura que emergen de las lagunas negras quedan rodeadas por campos verdes y relucientes.
Llevamos ya un buen rato en el coche y a pesar de conducir por una carretera llena de animales que campan a sus anchas, gente y baches como cráteres; Asif, el chófer que me transporta, cabecea poseído por el sueño, por lo que decido parar y visitar algunas pequeñas aldeas situadas campo adentro. Una de ellas es Parmeshwarpur. En Parmeshwarpur la vida parece limitada pero mucho más limpia que en los pueblos de carretera. La mayoría de casas son de adobe y no tienen luz ni agua corriente, pero en general están cuidadas, como se ve en los tejados decorados con las flores amarillas de las calabazas. Un canal de agua mezclada con orines y excrementos de los animales cruza la aldea, y una serie de tablas y troncos hacen de puentes sobre el canal.
Aquí todo el mundo va descalzo y los búfalos, vacas y caballos abundan en las calles de tierra. Salgo de Parmeshwarpur después de visitar unas cuantas casas invitado por los campesinos y de estrechar la mano a montones de niños que deberían estar en la escuela. Un lugareño comenta que al otro lado de la carretera, unos kilómetros adentro, hay una aldea en la que merece la pena ver un templo hindú. Los templos en este tipo del aldeas suelen ser muy interesantes. Como pasaba en Europa con las iglesias, aquí los templos a menudo son las mejores construcciones, y en ellos siempre encuentras coloridas representaciones populares de alguno de los miles de dioses de la mitología hindú. Así que entro en Parmeshwardham con el propósito de ver algo de este arte popular.
Como en tantas otras pequeñas aldeas de Bihar, en estas fechas, en Parmeshwardham los pozos rebosan agua. Entre junio y septiembre, las lluvias monzónicas obligaron a miles de biharíes a desplazarse. Como si fuera la piedra de Sísifo, en la India el monzón castiga año tras año, y destroza casas, puentes y carreteras antes de acabar su reconstrucción. Pero unas buenas lluvias también aseguran una abundante producción agrícola, la principal industria de Bihar. En Parmeshwardham los hombres trabajan en los campos de arroz y maíz. Las mujeres, además de las agrícolas, realizan las labores del hogar. Una de ellas es recoger y almacenar el excremento de los búfalos. En estas aldeas aprecian el excremento, barato y útil como combustible para cocinar y calentarse. La forma de prepararlo es sencilla. Las mujeres recogen las boñigas aún frescas y las mezclan con paja. Cuando tienen una masa más espesa y moldeable le dan forma de torta y las pegan con un buen golpe en la pared para que se sequen al sol. Además, la boñiga también sirve como material para construir sus casas.
Entre tanta antropología dan las tres y toca comer. Reanudamos la marcha hasta que paramos en un chiringuito de carretera. No es que sea un amante de la picantísima comida india, pero este tipo de restaurantes es lo mejor que hay en cientos de kilómetros. Al entrar, el dueño asegura que no le queda comida, así que prosigo mi camino pensando que quizá sea demasiado tarde para comer. A unos cinco kilómetros vuelvo a parar en otro local, un restaurante de camioneros de unos cuatro metros cuadrados que no tiene ventanas. Hay seis sillas y tres mesas con esa altura oriental tan extraña que llega a las rodillas. Incómodas para comer pero útiles para dormir. Mientras intento contar las cientos de moscas que invaden el restaurante, sale el cocinero y dice que no hay comida. La frase me resulta extraña, sobre todo porque en una de las mesas se sientan dos señores que devoran un plato repleto de lentejas. Tras insistir, el cocinero admite que puede ofrecer patatas y chapati (torta de harina). Por lo visto en estos locales creen que un extranjero no puede apreciar unas buenas patatas picantes en compañía de camioneros que escupen y eructan a su lado. A mí me parece algo estupendo, así que mientras preparan la comida indago en el local, que parece ser también la casa del cocinero. Contiguo al comedor se sitúa un baño de lo más eficaz: nada más entrar a uno se le olvida la misión que le había llevado hasta ahí. Al fondo del edificio hay un patio con un camastro pero, ¡lástima! la comida está preparada y no me da tiempo a echarme una siesta. El servicio del restaurante lo forman dos niños de unos doce y siete años Según UNICEF, la India es el país con mayor número de niños trabajadores del mundo y aunque la situación mejora lentamente es común ver a niños en todo tipo de oficios, y más en Bihar que registra uno de los índices más altos de trabajo infantil del país.
En la feria de ganado de Danerpur también se ven niños trabajando. A pocos kilómetros de donde he comido una multitud se reúne en el campo. Se celebra una feria de búfalos y vacas y, como corresponde para tal acto, están relucientes: llevan los cuernos pintados y collares de colores. Entre cientos de personas no se ve ni una mujer, todos los tratantes son hombres y se forman numerosos círculos de ganaderos que se sientan de cuclillas para negociar. Mientras, otros se apresuran a ordeñar sus animales antes de venderlos. Uno de ellos ofrece una búfala con su cría por 15.000 rupias (unos 250 euros).
PATNA
Patna, la capital de Bihar, encuentra su origen en la ciudad de Pataliputra, fundanda en el siglo V a.C y antigua capital del imperio Maurya de Ashoka. Económicamente es una isla en el estado, una ciudad próspera de cerca de dos millones de habitantes en cuyo núcleo urbano abundan los centros comerciales. En 2009, el Banco Mundial consideró Patna como la segunda mejor ciudad de la India para invertir. Pero la modernidad y el desarrollo económico tardará en llegar a las afueras. En Kachchee Dargah, uno de esos humildes barrios periféricos, vive Mohd Ehtesham. Viste con un kurta blanco que contrasta con la negrura de su piel. El lugar donde trabaja, un cementerio donde se encuentra el santo musulmán Makhdum Shah, se sitúa al final de un mercado de frutas con más basura que mercancías y más ratas que compradores. Mohd Ehtesham tiene 24 años y es exorcista, igual que lo fue su padre, su abuelo y su bisabuelo. La tumba de Makhdum Shah preside un pequeño cementerio de barro adornado con paños en los que se inscriben versos del Corán. Aunque su religión es el islam, cerca del 90% de la gente que le visita profesa el hinduismo y asegura que cada semana pasan miles de personas para que los libere de los malos espíritus. Lalita Mishra, una médico ayurveda que visitó al señor Ehtesham en alguna ocasión, cuenta cómo en un exorcismo una aldeana empezó a hablar perfectamente en inglés, lengua que desconocía por completo. Hubiera sido un buen lugar para aprender Hindi pero hoy debido a las elecciones municipales Patna está paralizada y Mohd Ehtesham no trabaja.
En otro barrio de las afueras visito el templo Takht Harmandir Sahib, uno de los cinco lugares más sagrados para los sijs y en donde vivió Gobind Singh Jee, su décimo profeta. Cada año vienen a venerarle miles de peregrinos, razón por la que en torno al templo se construyeron varios edificios. Uno de los peregrinos alojados ahora es Sumer Singh, un santón con la cara picada y una larga barba partida por la mitad, como si fuera la lengua de una serpiente. Proviene de Mathura y hace unos días llegó al templo con cinco amigos. Cuando muestro interés por cuestiones relacionadas con su religión, se apresura a decirme que no ha estudiado mucho y que es sadhu desde hace solo dos años. Sin embargo, como sus amigos peregrinos, sí parece haber estudiado su atuendo. Viste una túnica azul y un turbante del mismo color, que combina con un pañuelo naranja. Se atusa continuamente la barba y de su cinturón cuelga una daga, como ordena uno de los mandamientos de la religión Sij. Aunque asegura que cumple todos los mandamientos, reconoce que no sabe cuál es su origen. Su pose es la de un verdadero santo. Puede que lo sea, pero también puede ser uno de los miles de farsantes que se hacen monjes para no trabajar o escapar de alguna cuenta pendiente con la justicia o la familia.
En Takht Harmandir Sahib también hay un comedor. En él, los fieles comen sentados en el suelo en unos platos de hojalata que luego limpian. El menú de hoy (y supongo que el de ayer y el de mañana) son patatas –picantes por su puesto-, lentejas y chapati, torta que además sirve de cuchara. No tenía pensado quedarme pero ante la insistencia de los sijs, conocidos en todo el mundo por su bravura en el campo de batalla, acepto su amable invitación. Me siento en el suelo y espero. Mientras, la servidora de la comida repite gritando un sagrado mantra: “¡SANTAM WAHEGURU!”. Solamente el nombre del gurú es verdadero.
Por tierras de Bihar
POR TIERRAS DE BIHAR
En el estado indio de Bihar, fronterizo con Nepal, cerca del 85% de la población vive en zonas rurales, a menudo sin luz ni agua corriente. A pesar de la violencia maoísta y la pobreza extrema, los campesinos luchan por salir adelante en estas tierras fértiles.
Faltan pocos kilómetros para entrar en Bihar y en la aldea Fatehpur Kaisan suenan los tambores y trompetas. Putani Yaday, de la casta de los ganaderos, ha vencido en las elecciones municipales y el pueblo lo celebra. Una gran procesión de seguidores canta y baila al ritmo de la música que suena desde una carroza decorada con fotos de Shahrukh Khan y Aishwarya Rai, superestrellas de Bollywood. El vencedor pasea orgulloso con su pecho hinchado por decenas de guirnaldas de flores y no para de recibir llamadas de felicitación. A Putani le ha bastado el apoyo de 482 de los más de 2.000 habitantes del pueblo. El otro candidato quedó descalificado por comprar votos y ahora camina colgado del hombro de un amigo con cara desencajada y muestras de ebriedad. Ajeno a la fiesta, un niño bien peinado que no levanta un metro del suelo come meticulosamente un trozo de poliespan.
Viajo por Bihar, situado al noreste de la India y uno de los estados más poblados y pobres del país. Es época electoral y el ejército vigila en las carreteras. La amenaza maoísta de boicotear las elecciones, que tienen lugar durante el mes de octubre, obliga a reforzar la seguridad. Hace una semana 8 personas murieron en el pueblo de Pachokhar al explotar una bomba y hace tres días los guerrilleros ejecutaron a un informante policial en el distrito de Kanker. Nada más cruzar la frontera de Bihar con Uttar Pradesh, se perciben las dificultades materiales de un estado en donde cerca del 85% de la población vive en zonas rurales. Los policías encargados de cobrar el arancel aduanero visten un uniforme azul desvaído y sucio con el escudo mal bordado. Durante horas, la carretera secundaria que une la frontera con la capital de la región –Patna- no pasa por ninguna ciudad grande; y las mayores industrias son canteras de piedras grises entre los arrozales. La mayoría de poblaciones pueden clasificarse en dos tipos: las situadas en la carretera y las que se adentran en el campo. Los “pueblos en ruta” se organizan en torno a las carreteras secundarias, los ríos modernos que permiten la comunicación y proporcionan los recursos.
En estos pueblos, las casas de ladrillo se mezclan con chabolas -construidas con todo tipo de materiales como plásticos, chapas reutilizadas y madera- que son en su mayoría pequeños negocios: ventas de té, fruterías o talleres mecánicos al aire libre. Pero, al menos en esta época, lo que más caracteriza a muchos de estos pueblos es su tono renegrido y su mal olor, hedor más bien, que se desprende de grandes acumulaciones de basura encharcadas por los restos del mozón que arrasó Bihar el pasado septiembre. Se forma así un paisaje en el que las islas de basura que emergen de las lagunas negras quedan rodeadas por campos verdes y relucientes.
Llevamos ya un buen rato en el coche y a pesar de conducir por una carretera llena de animales que campan a sus anchas, gente y baches como cráteres; Asif, el chófer que me transporta, cabecea poseído por el sueño, por lo que decido parar y visitar algunas pequeñas aldeas situadas campo adentro. Una de ellas es Parmeshwarpur. En Parmeshwarpur la vida parece limitada pero mucho más limpia que en los pueblos de carretera. La mayoría de casas son de adobe y no tienen luz ni agua corriente, pero en general están cuidadas, como se ve en los tejados decorados con las flores amarillas de las calabazas. Un canal de agua mezclada con orines y excrementos de los animales cruza la aldea, y una serie de tablas y troncos hacen de puentes sobre el canal.
Aquí todo el mundo va descalzo y los búfalos, vacas y caballos abundan en las calles de tierra. Salgo de Parmeshwarpur después de visitar unas cuantas casas invitado por los campesinos y de estrechar la mano a montones de niños que deberían estar en la escuela. Un lugareño comenta que al otro lado de la carretera, unos kilómetros adentro, hay una aldea en la que merece la pena ver un templo hindú. Los templos en este tipo del aldeas suelen ser muy interesantes. Como pasaba en Europa con las iglesias, aquí los templos a menudo son las mejores construcciones, y en ellos siempre encuentras coloridas representaciones populares de alguno de los miles de dioses de la mitología hindú. Así que entro en Parmeshwardham con el propósito de ver algo de este arte popular.
Como en tantas otras pequeñas aldeas de Bihar, en estas fechas, en Parmeshwardham los pozos rebosan agua. Entre junio y septiembre, las lluvias monzónicas obligaron a miles de biharíes a desplazarse. Como si fuera la piedra de Sísifo, en la India el monzón castiga año tras año, y destroza casas, puentes y carreteras antes de acabar su reconstrucción. Pero unas buenas lluvias también aseguran una abundante producción agrícola, la principal industria de Bihar. En Parmeshwardham los hombres trabajan en los campos de arroz y maíz. Las mujeres, además de las agrícolas, realizan las labores del hogar. Una de ellas es recoger y almacenar el excremento de los búfalos. En estas aldeas aprecian el excremento, barato y útil como combustible para cocinar y calentarse. La forma de prepararlo es sencilla. Las mujeres recogen las boñigas aún frescas y las mezclan con paja. Cuando tienen una masa más espesa y moldeable le dan forma de torta y las pegan con un buen golpe en la pared para que se sequen al sol. Además, la boñiga también sirve como material para construir sus casas.
Entre tanta antropología dan las tres y toca comer. Reanudamos la marcha hasta que paramos en un chiringuito de carretera. No es que sea un amante de la picantísima comida india, pero este tipo de restaurantes es lo mejor que hay en cientos de kilómetros. Al entrar, el dueño asegura que no le queda comida, así que prosigo mi camino pensando que quizá sea demasiado tarde para comer. A unos cinco kilómetros vuelvo a parar en otro local, un restaurante de camioneros de unos cuatro metros cuadrados que no tiene ventanas. Hay seis sillas y tres mesas con esa altura oriental tan extraña que llega a las rodillas. Incómodas para comer pero útiles para dormir. Mientras intento contar las cientos de moscas que invaden el restaurante, sale el cocinero y dice que no hay comida. La frase me resulta extraña, sobre todo porque en una de las mesas se sientan dos señores que devoran un plato repleto de lentejas. Tras insistir, el cocinero admite que puede ofrecer patatas y chapati (torta de harina). Por lo visto en estos locales creen que un extranjero no puede apreciar unas buenas patatas picantes en compañía de camioneros que escupen y eructan a su lado. A mí me parece algo estupendo, así que mientras preparan la comida indago en el local, que parece ser también la casa del cocinero. Contiguo al comedor se sitúa un baño de lo más eficaz: nada más entrar a uno se le olvida la misión que le había llevado hasta ahí. Al fondo del edificio hay un patio con un camastro pero, ¡lástima! la comida está preparada y no me da tiempo a echarme una siesta. El servicio del restaurante lo forman dos niños de unos doce y siete años Según UNICEF, la India es el país con mayor número de niños trabajadores del mundo y aunque la situación mejora lentamente es común ver a niños en todo tipo de oficios, y más en Bihar que registra uno de los índices más altos de trabajo infantil del país.
En la feria de ganado de Danerpur también se ven niños trabajando. A pocos kilómetros de donde he comido una multitud se reúne en el campo. Se celebra una feria de búfalos y vacas y, como corresponde para tal acto, están relucientes: llevan los cuernos pintados y collares de colores. Entre cientos de personas no se ve ni una mujer, todos los tratantes son hombres y se forman numerosos círculos de ganaderos que se sientan de cuclillas para negociar. Mientras, otros se apresuran a ordeñar sus animales antes de venderlos. Uno de ellos ofrece una búfala con su cría por 15.000 rupias (unos 250 euros).
PATNA
Patna, la capital de Bihar, encuentra su origen en la ciudad de Pataliputra, fundanda en el siglo V a.C y antigua capital del imperio Maurya de Ashoka. Económicamente es una isla en el estado, una ciudad próspera de cerca de dos millones de habitantes en cuyo núcleo urbano abundan los centros comerciales. En 2009, el Banco Mundial consideró Patna como la segunda mejor ciudad de la India para invertir. Pero la modernidad y el desarrollo económico tardará en llegar a las afueras. En Kachchee Dargah, uno de esos humildes barrios periféricos, vive Mohd Ehtesham. Viste con un kurta blanco que contrasta con la negrura de su piel. El lugar donde trabaja, un cementerio donde se encuentra el santo musulmán Makhdum Shah, se sitúa al final de un mercado de frutas con más basura que mercancías y más ratas que compradores. Mohd Ehtesham tiene 24 años y es exorcista, igual que lo fue su padre, su abuelo y su bisabuelo. La tumba de Makhdum Shah preside un pequeño cementerio de barro adornado con paños en los que se inscriben versos del Corán. Aunque su religión es el islam, cerca del 90% de la gente que le visita profesa el hinduismo y asegura que cada semana pasan miles de personas para que los libere de los malos espíritus. Lalita Mishra, una médico ayurveda que visitó al señor Ehtesham en alguna ocasión, cuenta cómo en un exorcismo una aldeana empezó a hablar perfectamente en inglés, lengua que desconocía por completo. Hubiera sido un buen lugar para aprender Hindi pero hoy debido a las elecciones municipales Patna está paralizada y Mohd Ehtesham no trabaja.
En otro barrio de las afueras visito el templo Takht Harmandir Sahib, uno de los cinco lugares más sagrados para los sijs y en donde vivió Gobind Singh Jee, su décimo profeta. Cada año vienen a venerarle miles de peregrinos, razón por la que en torno al templo se construyeron varios edificios. Uno de los peregrinos alojados ahora es Sumer Singh, un santón con la cara picada y una larga barba partida por la mitad, como si fuera la lengua de una serpiente. Proviene de Mathura y hace unos días llegó al templo con cinco amigos. Cuando muestro interés por cuestiones relacionadas con su religión, se apresura a decirme que no ha estudiado mucho y que es sadhu desde hace solo dos años. Sin embargo, como sus amigos peregrinos, sí parece haber estudiado su atuendo. Viste una túnica azul y un turbante del mismo color, que combina con un pañuelo naranja. Se atusa continuamente la barba y de su cinturón cuelga una daga, como ordena uno de los mandamientos de la religión Sij. Aunque asegura que cumple todos los mandamientos, reconoce que no sabe cuál es su origen. Su pose es la de un verdadero santo. Puede que lo sea, pero también puede ser uno de los miles de farsantes que se hacen monjes para no trabajar o escapar de alguna cuenta pendiente con la justicia o la familia.
En Takht Harmandir Sahib también hay un comedor. En él, los fieles comen sentados en el suelo en unos platos de hojalata que luego limpian. El menú de hoy (y supongo que el de ayer y el de mañana) son patatas –picantes por su puesto-, lentejas y chapati, torta que además sirve de cuchara. No tenía pensado quedarme pero ante la insistencia de los sijs, conocidos en todo el mundo por su bravura en el campo de batalla, acepto su amable invitación. Me siento en el suelo y espero. Mientras, la servidora de la comida repite gritando un sagrado mantra: “¡SANTAM WAHEGURU!”. Solamente el nombre del gurú es verdadero.