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Dos corazones
El autismo no es una enfermedad. Es una maravillosa y diferente manera de percibir el mundo.
Nunca supo decir cuánto le conmovía salir a la calle. Cuando el sol había trascendido casi todo su caminar, se sentaba en aquel montón de tierra que era el centro de su mundo.
Tampoco nunca podía saber cuándo aparecería. A veces pasaba más de una hora esperando y entonces se le quedaba como una pequeña mancha en el ánimo que no le permitía sentirse bien.
Y era así cada día de esa primavera, desde que la vio por primera vez. Se acordaba perfectamente de aquella cara redonda y morena, de mirada alegre, que se le plantó delante y le preguntó cómo se llamaba, dejándole completamente mudo.
Esa chiquilla graciosa había conseguido condensar su día a día en pedazos de espera, aunque solo se atrevía a mirarla de lejos cuando por fin la veía aparecer...
¡Aún le azoraba ese recuerdo!
Pasaban seis dias y no la había vuelto a ver. Reunió todo el valor de que se sentía capaz y se acercó a la puerta. Sin saber qué decir tuvo un atisbo de abandono y comenzó a volverse, pero de nada iba a servir seguir esperando.
Llamó.
Cuando volvía los pasos hacia su reino de tierra, la amargura le manaba a borbotones sin consuelo.
Esa tarde ya no quiso salir. Se quedó varado en un recuerdo.
El verano asomaba aún tibio al amanecer y los dias alargaban sus luces hasta horas tardías.
Había dejado de esperar. Un hospital lejano se la había llevado, con ella, sus tardes de espera. Pero esa tarde volvió a su montón de tierra, ahora estaba lleno de hierba verde y mullida. Se sentó, simplemente para estar allí, y se entretuvo viendo corretear un reguero de atareadas hormigas que andaban a lo suyo.
Esa tarde sintió unos pasos indecisos, acompañados de golpes de muletas, que se acercaban lentos y titubeantes. Levantó el rostro para mirarla, esta vez muy, muy cerca de él, pero no le preguntó su nombre...
- ¿Me dejas que me siente contigo?
El otoño cumplió su promesa de aparecer y plantaba sus reales en el mundo. Cada tarde, cuando las sombras se iban perdiendo en la distancia, se quedaba en el banco de piedra bajo el olmo, que dejaba caer sin pudor el manto ocre de sus hojas. Ahora ya no esperaba..., ahora tenía la certeza de verla llegar para sentarse junto a él, arrastrando su pierna más delgada, apoyada en las muletas.
Apenas cruzaban palabras. Bastaba con estar ahí..., sabiendo que atardecían juntos, para luego despedirse y esa noche soñar...
¡Él con cogerle la mano y sentir su piel!
¡Ella con correr libre por el campo junto a él, llenando de esperanzas el corazón...!
Dos corazones
El autismo no es una enfermedad. Es una maravillosa y diferente manera de percibir el mundo.
Nunca supo decir cuánto le conmovía salir a la calle. Cuando el sol había trascendido casi todo su caminar, se sentaba en aquel montón de tierra que era el centro de su mundo.
Tampoco nunca podía saber cuándo aparecería. A veces pasaba más de una hora esperando y entonces se le quedaba como una pequeña mancha en el ánimo que no le permitía sentirse bien.
Y era así cada día de esa primavera, desde que la vio por primera vez. Se acordaba perfectamente de aquella cara redonda y morena, de mirada alegre, que se le plantó delante y le preguntó cómo se llamaba, dejándole completamente mudo.
Esa chiquilla graciosa había conseguido condensar su día a día en pedazos de espera, aunque solo se atrevía a mirarla de lejos cuando por fin la veía aparecer...
¡Aún le azoraba ese recuerdo!
Pasaban seis dias y no la había vuelto a ver. Reunió todo el valor de que se sentía capaz y se acercó a la puerta. Sin saber qué decir tuvo un atisbo de abandono y comenzó a volverse, pero de nada iba a servir seguir esperando.
Llamó.
Cuando volvía los pasos hacia su reino de tierra, la amargura le manaba a borbotones sin consuelo.
Esa tarde ya no quiso salir. Se quedó varado en un recuerdo.
El verano asomaba aún tibio al amanecer y los dias alargaban sus luces hasta horas tardías.
Había dejado de esperar. Un hospital lejano se la había llevado, con ella, sus tardes de espera. Pero esa tarde volvió a su montón de tierra, ahora estaba lleno de hierba verde y mullida. Se sentó, simplemente para estar allí, y se entretuvo viendo corretear un reguero de atareadas hormigas que andaban a lo suyo.
Esa tarde sintió unos pasos indecisos, acompañados de golpes de muletas, que se acercaban lentos y titubeantes. Levantó el rostro para mirarla, esta vez muy, muy cerca de él, pero no le preguntó su nombre...
- ¿Me dejas que me siente contigo?
El otoño cumplió su promesa de aparecer y plantaba sus reales en el mundo. Cada tarde, cuando las sombras se iban perdiendo en la distancia, se quedaba en el banco de piedra bajo el olmo, que dejaba caer sin pudor el manto ocre de sus hojas. Ahora ya no esperaba..., ahora tenía la certeza de verla llegar para sentarse junto a él, arrastrando su pierna más delgada, apoyada en las muletas.
Apenas cruzaban palabras. Bastaba con estar ahí..., sabiendo que atardecían juntos, para luego despedirse y esa noche soñar...
¡Él con cogerle la mano y sentir su piel!
¡Ella con correr libre por el campo junto a él, llenando de esperanzas el corazón...!