veía su vida, sus colores y sus dimensiones, en orden cíclico pero con visos morados en perspectiva. La comprendía desde afuera, pero la vivía como propia. Los colores eran señales de sus propias determinaciones, los intersticios su explanada. Sus decisiones eran suyas, incluso cuando eran copiadas o impuestas. Se comportaba siempre exactamente como deseaba comportarse. Su vida, sin controlarla, se desarrollaba entre el presente y la proyección del futuro (el intersticio), y de esta manera la dirección que tomaba era exactamente la que deseaba tomar. Si hubiera podido, extendería sus colores, pero su concepción de las plazas no le permitía ponerse en el camino de nadie más. Finalmente, cuando alguien lo amaba, él podía amar de regreso, implicando cada una de las letras de su existencia. Una llamada telefónica nunca lo sorprendería, y su compostura desarticularía cualquier complot. Su vida, su existencia, era esa, clara y abierta, era el niño mostaza.
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