WU WEI

 

La Vía del No Actuar (fragmento)

 

Henri Borel

   

EL ARTE

 

Sígueme y te descubriré un artista que, para mí, representa al hombre esencialmente simple y puro.

 

El sabio me condujo a su casa. Entramos en una pequeña habitación de blancas pareces que no contenía más muebles que una cama, una mesa llena de libros y algunas banquetas. Abrió una puerta y volvió cargado de una caja de madera que sostenía con tanta precaución que parecía que se trataba de un objeto sagrado o de un niño recién nacido. Después de dejarla con cuidado en el suelo, la destapó y tomó un nicho de madera rojo oscuro que dejó encima de la mesa. (1)

 

»Para empezar), dijo el Sabio, « he aquí un nicho muy bonito. Se trata de un objeto bello que exige un entorno digno... Los postigos están cerrados. ¿Qué te parece? ¿No disimula su belleza a los ojos profanos? Sin embargo consiento en desvelarla a los tuyos.»

 

Envuelta en una tela de seda azul claro apareció una estatuilla que brillaba con un resplandor tal, que me pareció estaba milagrosamente aureolada. Era la estatua búdica de Kwan-Yin sentada en el centro de un loto castamente abierto que se alzaba sobre un mar agitado (2).

 

«¿Ves qué simple y bella es?», dijo el Sabio. «¿No es la imagen perfecta del reposo?» Observa la serenidad de este rostro, qué exquisitamente delicado y, al mismo tiempo, qué austero, con sus ojos sumidos en la contemplación del infinito. Observa la curva de la cara, los labios y el majestuoso puente del entrecejo, la perla inefable, símbolo del alma, engarzada en la frente, esencia presta a abandonar el cuerpo (3).

 

«Las líneas que componen esta imagen no son muchas. Observa también el gesto de clemencia infinita del brazo derecho que se baja, la santidad indecible expresada en el gesto del brazo izquierdo que está en alto y de la que dan testimonio los dos dedos juntos. Observa estas dos piernas cruzadas, suavemente apoyadas sobre los pétalos del loto. Mira también este detalle: las líneas sinuosas de los pies. ¿No es la misma esencia del budismo expresada toda ella en una única imagen? No es necesario haberlo estudiado para ser penetrado por ella. ¿No ves el reposo supremo en esta faz tan idealmente pura, vuelta hacia la Eternidad? ¿No es este brazo la expresión íntegra del amor hacia el universo, al que está bendiciendo? ¿No se puede captar la esencia de toda la Doctrina en estos dos dedos reunidos en el gesto momentáneo del testimonio?

 

«Observa ahora la substancia con la que se hizo esta imagen. ¿Te das cuenta de lo que debió de sufrir el artista que, durante años, estuvo purificando, eterizando, la materia? La piedra es dura, ¿verdad?, y la noción de «materia» dificulta singularmente la expresión plástica de la noción inmaterial de Reposo. El artista trabajó con toda clase de materiales viles: barro, arena, arcilla. Los trasformó mezclándolos en proporciones que armonizaban con las piedras preciosas, con las perlas con el jaspe hasta hacer un todo precioso. De este modo esta imagen se ha convertido en una materia que ya no es materia, sino más bien la encarnación de una idea sublime.»

 

«El artista también quiso simbolizar la luz que ascendió sobre la humanidad cuando apareció el Buda. Y, en la blancura, en la pureza nívea de su porcelana, supo transparentar el sutil color rosado que vibra en los cielos matutinos antes de que estalle la gloria solar. ¿No es este presentimiento de la luz más infinitamente delicado que la luz misma? ¿No ves este color, apenas perceptible, que aparece debajo de la blancura? ¿No posee la castidad del primer sonrojo de una virgen? En verdad, una figura como ésta ya no es una figura: está despojada de toda materialidad. Es un milagro.»

 

La emoción queme causaban sus palabras me dejó mudo. Y más que la sabiduría del anciano era la belleza del objeto lo que clarificaba mi alma.

 

«¿Quién ha creado esta maravilla?», murmuré. «Quiero saber su nombre para poderlo honrar como le honro a Usted.»

 

«Ello poco importa, hijo mío», respondió el Sabio. «El alma, encerrada en el cuerpo del artista se ha diluido en Tao, como un día se diluirá la tuya. Su envoltura terrestre se ha disuelto como se disuelven las hojas y las flores, y la tuya seguirá el mismo destino. ¿Qué importa, pues su nombre? Sin embargo puedo dártelo. Se llamaba Chen Wei y, según la costumbre de su época, grabó su nombre en el reverso de la estatuilla con caracteres admirablemente estilizados. ¿Quién fue? Un humilde artesano que, sin duda alguna, no se creía artista. No se creía superior a cualquier labriego y no tenía ninguna idea preconcebida acerca de la belleza de su obra. Se sumía a menudo en la contemplación de los cielos; amaba el mar, los paisajes, las flores. Si no fuera así, su sensibilidad nunca hubiera podido alcanzar este grado de afinamiento.

 

«No conoció la celebridad y en vano buscarías su nombre en los libros de historia. No sabría decirte ni dónde nació, ni qué tipo de vida llevó ni cuantos años vivió. Lo único que puedo decirte es que hace aproximadamente cuatro siglos se fabricaba este tipo de imágenes. Los conocedores estiman que datan de la primera mitad de la dinastía Ming.

 

«Muy probablemente el artista vivió sin pretensiones una vida común; trabajó con el ahínco de un buen artesano y murió sin sospechar nunca su grandeza. Pero su obra ha quedado, y esta imagen que una feliz casualidad trajo a nuestra comarca que se salvó de los horrores de las últimas guerras, ha permanecido igual que salió de sus manos. Durante siglos podrá seguir manteniendo el brillo de su virginal majestad.

 

«¡Crear algo así sin ser consciente de ello es verdaderamente ser poeta! El arte es esto: no para un tiempo, sino para toda la eternidad...»

 

«¡Qué maravilla! ¿No es cierto? Esta porcelana es, por así decirlo, imperecedera y su brillo nunca se apagará. Y estará en nuestro planeta, resistiendo en su finura, incluso cuando nuestros hijos ya hayan muerto... Ya el alma del artista se ha disuelto en Tao...»

 

proseguimos durante un rato nuestra silenciosa contemplación. Luego, levantando con prudencia el nicho, el Sabio dijo:

 

«Es tan frágil que no me atrevería a exponerla a la luz del día. La luz es demasiado cruel para aquello que es tan etéreo como el alma: me da la sensación de que se rompería, se desvanecería como una nube. Porque no está hecha de materia, sino de espíritu.»

 

Volvió a colocar suavemente el nicho en la caja y volvimos a sentarnos bajo la sombra de la roca.

 

«¡Qué bella sería la vida», dije, «si todos los hombres fueran creadores y se rodearan de objetos semejantes!»

 

«Es pedir demasiado», contestó el Sabio. «Sin embargo, hubo un tiempo en el cual el imperio chino era un único gran templo dedicado al arte. Encontrarás vestigios por doquier. Entonces la mayoría de los hombres eran simples artistas. Los objetos familiares eran bellos. Te darás cuenta estudiando las tazas de esa época, los incensarios... Los coolies más pobres comían en cuencos que, guardando las proporciones, eran tan bellos como mi imagen de porcelana. Todo lo que se hacía tenía su belleza natural.

 

«Es evidente que esos artesanos no se tomaban por grandes artistas ni se creían distintos de los demás. Nunca hubo peleas mezquinas entre ellos, hubiera sido el fin de su arte. Todo era bello porque aquellos hombres eran sencillos y trabajaban de buena fe. Las cosas eran tan naturalmente bellas como naturalmente feas son hoy en día. El arte, en China, ha retrocedido ostensiblemente a causa de las miserables condiciones sociales.

 

«Habrás constatado la decadencia de nuestro arte. Si la mayoría de los objetos de uso cotidiano son todavía más estéticos que los horribles productos de la industria occidental no dejan, sin embargo, de deteriorarse. Es un presagio funesto para nuestro gran imperio, pues el arte es inseparable de la prosperidad de un país. Prosperidad moral, evidentemente, y no política. Los hombres fuertes y sencillos crean espontáneamente un arte robusto y sano.

 

«Sí, hijo mío, es cierto, la vida de los hombres sería mejor si supieran rodearse de algo mejor. ¿Por qué no ocurre así? En todas partes, su existencia está bañada de la naturaleza. En todas partes pueden ver árboles, nubes, mar.»

 

Infatigable, el mar proseguía con su canto, infinitamente puro y verdadero... Horizontes lejanos avanzaban hacia los límites de la tierra, lenta y majestuosamente, como entorpecidos por la luz. Encima de las montañas se dibujaban sombras doradas que aparecían y desaparecían según el ritmo de las nubes. Todo era luz, movimiento, sonoridad, matiz.

 

El sabio miraba alrededor suyo con confianza manifestando cuán íntimamente emparentado estaba con cuanto le rodeaba. Debió de adivinar mis pensamientos cuando dijo:

 

«Nuestra presencia en medio de tanta belleza es tan natural como la del árbol o la de la roca. Si supiéramos mantenernos en nuestro estado de simplicidad, nos sentiríamos definitivamente seguros en el vasto ritmo del sistema universal. Se han dicho tantas palabras a propósito de la vida humana que los sabios se han extraviado en un inextricable laberinto. Sin embargo nuestra vida es tan sencilla en esencia como la naturaleza entera. Ninguna cosa es más complicada que otra, y el orden reina por doquier. El partir de todas las cosas es tan inevitable como el movimiento del mar.»

 

La voz del Sabio vibraba con el profundo amor del poeta y expresaba la serena certidumbre del sabio que sabe que sus premisas están basadas en la verdad inamovible.

 

(Fragmento de Wu Wei, Henri Borel, Ediciones Obelisco

  

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