_Moments_
_
El final de la guerra fue tan rápido y dramático que nadie tuvo tiempo de adaptar sus sentimientos a la nueva situación. La mañana del 11 de noviembre me enteré, pocas horas antes de que fuese del dominio público, que el Armisticio era inminente. Salí a la calle y se lo dije a un soldado belga, que me contestó: “Tiens, c´est chic!” Fui al estanco y se lo dije a la mujer que me servía. “Me alegra oírlo –dijo-, ahora podremos librarnos de los alemanes internados.” A las once, cuando se anuncio el Armisticio, yo me encontraba en Tottenham Court Road. En dos minutos todo el mundo que estaba en las tiendas y oficinas salió a la calle. Requisaron los autobuses y los obligaron a ir donde querían. Vi cómo un hombre y una mujer que se cruzaban en medio de la calle, totalmente extraños, se besaban al pasar.
Ya entrada la noche me quedé solo en las calles observando el humor de la muchedumbre, tal como había hecho un agosto cuatro años atrás. La multitud seguía siendo frívola, no aprendido nada de este período de horror excepto aferrar un poco de placer con mayor desenfreno que antes. Me sentí extrañamente solitario en medio del regocijo general, como un fantasma caído por accidente desde otro planeta. Es verdad que yo también me alegraba, pero no sentía nada en común entre mi alegría y la de la muchedumbre. Toda mi vida he deseado sentir esa unión con una gran masa de seres humanos que experimentan los integrantes de multitudes entusiastas. A menudo, este deseo ha sido tan fuerte que me ha llevado a la decepción personal. Me he imaginado sucesivamente como liberal, socialista y pacifista, pero, en el sentido más profundo, jamás he sido nada de esto: siempre el intelecto escéptico, cuando más deseaba su silencio, me ha susurrado la duda, me ha arrancado del fácil entusiasmo de los otros, y me ha transportado a una soledad desoladora. Durante la guerra, mientras trabajaba con cuáqueros, no-resistentes, socialistas, mientras estaba dispuesto a aceptar la impopularidad y la incomodidad propias de compartir opiniones impopulares, les decía a los cuáqueros que en mi opinión muchas guerras a lo largo de la historia se justificaban, y a los socialistas que le tenía terror a la tiranía del Estado. Me miraban con recelo, y aunque continuaban aceptando mi ayuda sentían que yo no era uno de ellos. Detrás de todas las actividades o placeres que he sentido desde mi primera juventud, siempre ha estado al acecho el dolor de la soledad.
(Autobiografía) Bertrand Russell
_
El final de la guerra fue tan rápido y dramático que nadie tuvo tiempo de adaptar sus sentimientos a la nueva situación. La mañana del 11 de noviembre me enteré, pocas horas antes de que fuese del dominio público, que el Armisticio era inminente. Salí a la calle y se lo dije a un soldado belga, que me contestó: “Tiens, c´est chic!” Fui al estanco y se lo dije a la mujer que me servía. “Me alegra oírlo –dijo-, ahora podremos librarnos de los alemanes internados.” A las once, cuando se anuncio el Armisticio, yo me encontraba en Tottenham Court Road. En dos minutos todo el mundo que estaba en las tiendas y oficinas salió a la calle. Requisaron los autobuses y los obligaron a ir donde querían. Vi cómo un hombre y una mujer que se cruzaban en medio de la calle, totalmente extraños, se besaban al pasar.
Ya entrada la noche me quedé solo en las calles observando el humor de la muchedumbre, tal como había hecho un agosto cuatro años atrás. La multitud seguía siendo frívola, no aprendido nada de este período de horror excepto aferrar un poco de placer con mayor desenfreno que antes. Me sentí extrañamente solitario en medio del regocijo general, como un fantasma caído por accidente desde otro planeta. Es verdad que yo también me alegraba, pero no sentía nada en común entre mi alegría y la de la muchedumbre. Toda mi vida he deseado sentir esa unión con una gran masa de seres humanos que experimentan los integrantes de multitudes entusiastas. A menudo, este deseo ha sido tan fuerte que me ha llevado a la decepción personal. Me he imaginado sucesivamente como liberal, socialista y pacifista, pero, en el sentido más profundo, jamás he sido nada de esto: siempre el intelecto escéptico, cuando más deseaba su silencio, me ha susurrado la duda, me ha arrancado del fácil entusiasmo de los otros, y me ha transportado a una soledad desoladora. Durante la guerra, mientras trabajaba con cuáqueros, no-resistentes, socialistas, mientras estaba dispuesto a aceptar la impopularidad y la incomodidad propias de compartir opiniones impopulares, les decía a los cuáqueros que en mi opinión muchas guerras a lo largo de la historia se justificaban, y a los socialistas que le tenía terror a la tiranía del Estado. Me miraban con recelo, y aunque continuaban aceptando mi ayuda sentían que yo no era uno de ellos. Detrás de todas las actividades o placeres que he sentido desde mi primera juventud, siempre ha estado al acecho el dolor de la soledad.
(Autobiografía) Bertrand Russell