_Moments_
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En los gobiernos aristocráticos los hombres que llegan a los asuntos públicos son gentes ricas que no desean sino el poder. En las democracias, los hombres de Estado son pobres y su fortuna está por hacer.
De ello se deduce que en los Estados aristocráticos los gobernantes son poco accesibles a la corrupción y su afán de dinero es muy moderado, mientras que en los pueblos democráticos sucede lo contrario.
(...) Así, si los hombres que dirigen las aristocracias intentan a veces la corrupción, los jefes de las democracias son ellos mismos los corrompidos. En unas se ataca directamente la moralidad del pueblo; en las otras se ejerce sobre la conciencia pública una acción indirecta aún más de temer.
Lo que hay que temer, por otra parte, no es tanto la visión de la inmoralidad de los grandes como la inmoralidad que conduce a la grandeza. En la democracia, los simples ciudadanos ven a un hombre salir de sus filas y alcanzar en pocos años riqueza y poder; este espectáculo suscita en ellos sorpresa y envidia, y tratan de averiguar cómo el que ayer era su igual está hoy revestido del derecho de mandarles. Atribuir su elevación a su talento o a sus virtudes es incómodo, pues es confesar implícitamente que ellos son menos virtuosos o menos hábiles que él. Achacan, pues, la causa principal a alguno de sus vicios, y a menudo con razón. Se opera así no sé qué odiosa mezcolanza de ideas de bajeza y de poder, de indignidad y de éxito, de utilidad y de deshonor.
(La democracia en América, parte I, págs. 321, 322 y 323) Alexis de Tocqueville
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En los gobiernos aristocráticos los hombres que llegan a los asuntos públicos son gentes ricas que no desean sino el poder. En las democracias, los hombres de Estado son pobres y su fortuna está por hacer.
De ello se deduce que en los Estados aristocráticos los gobernantes son poco accesibles a la corrupción y su afán de dinero es muy moderado, mientras que en los pueblos democráticos sucede lo contrario.
(...) Así, si los hombres que dirigen las aristocracias intentan a veces la corrupción, los jefes de las democracias son ellos mismos los corrompidos. En unas se ataca directamente la moralidad del pueblo; en las otras se ejerce sobre la conciencia pública una acción indirecta aún más de temer.
Lo que hay que temer, por otra parte, no es tanto la visión de la inmoralidad de los grandes como la inmoralidad que conduce a la grandeza. En la democracia, los simples ciudadanos ven a un hombre salir de sus filas y alcanzar en pocos años riqueza y poder; este espectáculo suscita en ellos sorpresa y envidia, y tratan de averiguar cómo el que ayer era su igual está hoy revestido del derecho de mandarles. Atribuir su elevación a su talento o a sus virtudes es incómodo, pues es confesar implícitamente que ellos son menos virtuosos o menos hábiles que él. Achacan, pues, la causa principal a alguno de sus vicios, y a menudo con razón. Se opera así no sé qué odiosa mezcolanza de ideas de bajeza y de poder, de indignidad y de éxito, de utilidad y de deshonor.
(La democracia en América, parte I, págs. 321, 322 y 323) Alexis de Tocqueville